CINCO CONFERENCIAS DE ANTONIO BLAY


CINCO CONFERENCIAS



Ampliando el tema de la concentración
Vida espiritual, oración, Dios
El silencio
El progreso en el trabajo interior
El arte de vivir en paz consigo mismo

AMPLIANDO EL TEMA DE LA CONCENTRACIÓN



Las funciones de la mente

No hay duda de que el tema de la concentración es uno de los más importantes para el crecimiento interior y también por lo que se refiere al desarrollo de la personalidad. Pero para tener una idea de su importancia real es necesario dar un repaso a las funciones de la mente. Esta, como es sabido, tiene múltiples funciones; pero ahora, al efecto de simplificar nuestra exposición (relacionándola con el tema de la concentración) mencionaremos cuatro funciones principales.

Función dinámica u operativa

Mediante esta función la mente recoge datos, selecciona, coordina y elabora respuestas. Esta es la función habitual de la mente en nuestra vida corriente mientras pensamos y actuamos; la mente está manejando constantemente los datos que tiene dentro, los que recibe de fuera, y está elaborando respuestas para ordenar nuestra conducta de acuerdo a lo que nos proponemos en cada momento. Ésta es la función más conocida de la mente.

Función subjetiva

Gracias a ella aprendemos a tomar conciencia de nuestras propias facultades, de las realidades internas y sobre todo de nuestra propia noción personal, del yo, esa noción íntima de nosotros mismos.

Función configuradora (subdividida en tres apartados):

a) Arquetípica: Ésta escapa a nuestra percepción y observación inmediata, pero cuando la estudiamos con cierta amplitud vemos que esta función existe. Así, por ejemplo, Jung nos habla del inconsciente colectivo, al que presenta como un fondo común de los seres humanos; dice Jung que determinadas ideas, determinadas estructuras mentales, son comunes a todos los que pertenecen a un mismo grupo étnico, a un mismo período histórico y que, incluso, esto mismo se manifiesta también dentro de unidades más pequeñas, como grupos familiares, por ejemplo. Esta especie de círculo que se va heredando mantiene una unidad dentro de grupos de individuos y corresponde a una preconfiguración, a la que Jung llama la mente arquetípica.

b) Cohesionadora: Esta función configuradora también es poco conocida en sus mecanismos; mediante ella la mente mantiene la cohesión de todos los elementos de nuestra personalidad. En nosotros existen múltiples funciones: vivimos orgánicamente, tenemos unos sentimientos, tenemos unas aspiraciones espirituales, y cada una de estas cosas tiene sus fines propios y por ello tiende a ir por su lado; pero lo que mantiene una unidad dentro de esa complejidad, lo que hace que el individuo sea uno, es la mente. La función cohesionadora de la mente es la que mantiene la configuración unitaria de la personalidad.

c) De influencia: Esta otra función configuradora tampoco es muy conocida. Se trata de que nuestra mente parece tener una influencia efectiva, una influencia muy concreta sobre el modo personal de ser, sobre la configuración interna, la estructura del carácter y del comportamiento. Pero, además, esta función de determinar es extraindividual, se extiende más allá del individuo, y alcanza, incluso, a su ambiente. Así, la persona tiende a configurar el ambiente que le rodea de acuerdo con una configuración propia, tiende a provocar en las demás personas un tipo de reacción determinada, e incluso parece que esa influencia se extiende -en apariencia de un modo inexplicable- a los mismos hechos y circunstancias.. Parece, pues, que determinado tipo de ideas tienden a atraer situaciones constructivas, o situaciones de ayuda; en cambio, otra actitud mental tiende a rechazar o alejar situaciones de ayuda y, en contraste, a acercar situaciones problemáticas, de disgustos, etcétera. De esta función nosotros no nos damos cuenta de un modo consciente. Pero la experiencia, el estudio estadístico, sobre todo el estudio de conjunto de la vida de una persona y de otra, parece demostrar la existencia de esta función de la mente.

No nos vamos a extender más en esto porque no es nuestro objetivo aquí hacer un análisis a fondo de las funciones de la mente; tan sólo hemos expuesto estas cuatro principales como preludio para entrar en el tema de la concentración.

La concentración

Todas las funciones de la mente se dinamizan, se actualizan, gracias a un gesto especial de la mente: la concentración mental.

La concentración es, diríamos, el primer efecto de la atención, es el resultado inmediato de la atención. Mediante su práctica se desarrollarán unos efectos muy positivos; enumeraremos algunos.

1. La concentración permite ahondar y transformar las funciones de la mente dándoles un rendimiento óptimo. Mediante la concentración lograremos percibir con más claridad y vigor los datos externos, personas, cosas, referencias, las manifestaciones de toda clase; los datos internos, nuestro modo de estar interiormente, nuestras preferencias e inclinaciones; nos permite fijar estos datos con mucha mayor fuerza y por lo tanto produce un aumento automático de la memoria; y de la mayor fijación de estos datos se deriva una mayor agilidad, precisión, rapidez, y una mayor profundidad en la respuesta, en los resultados del pensamiento.

Observen que existen personas cuyo pensamiento siempre se muestra de un modo vago, incoherente, que no parecen precisar nunca, pues si se les pide que concreten algo, cualquier cosa, se encuentran con gran dificultad, ¿por qué?; pues porque los datos que tienen en su interior son también vagos, ya que su capacidad de percepción es en general muy difusa, está poco desarrollada y por lo tanto los datos no están registrados con precisión ni claridad, y por lo tanto la mente tampoco puede elaborar respuestas claras y precisas. La concentración es un medio excelente para mejorar todas las facultades mencionadas.

2. La concentración permite profundizar y vigorizar nuestra propia conciencia de realidad. Aunque para algunas personas la expresión «conciencia de realidad» quizá no tenga significado, hemos de tener en cuenta que la conciencia de realidad es lo que existe detrás de lo que llamamos voluntad, seguridad, energía interior, confianza en sí mismo, irradiación personal. O sea, que tanto en el aspecto interno como en el externo, tanto en el sentido de conciencia de plenitud interior como en el de la irradiación exterior o influencia personal, la concentración es el elemento básico.

3. La concentración permite penetrar dentro de los contenidos de los niveles superiores de la personalidad. Es decir, en el nivel de la mente intuitiva, o en el del pensamiento abstracto, o en el del sentimiento universal, del sentido religioso auténtico, dentro del nivel, podríamos decir, de la belleza, del sentido estético universal; y eso de un modo concreto, preciso, sistemático, seguro. Y por último, dentro de un nivel aún más alto (más difícil), que es el de la energía absoluta, el de la potencia primordial.

La concentración no sólo nos permite contactar con esos niveles sino también adentrarnos en ellos estableciendo un puente entre nuestra mente concreta personal -la que utilizamos todos los días- y esas realidades superiores, que aún hoy son realidades más bien supuestas o creídas que vividas. ¿Por qué?; porque falta precisamente esta capacitación para poder vitalizar esos niveles superiores, o, mejor dicho, nuestra capacidad de sintonizarlos. Cuando esto se consigue, entonces estos niveles superiores se integran, se unifican con la mente personal y al hacerlo precisamente a través de la mente concreta esto transforma toda la personalidad.

Éste es el proceso científico de la transformación y la espiritualización de la persona. Existen muchos caminos para llegar a ello, muchos modos empíricos, pero el fundamento preciso, científico, es éste. Cuando se conoce bien la estructura de la personalidad y la de sus mecanismos mentales, se presentan unos caminos muy definidos que permiten andar paso a paso por el de la interiorización y autodescubrimiento en estas zonas superiores donde el conocimiento de la verdad no es una hipótesis ni una mera opinión personal, sino donde se convierte en una evidencia, donde el descubrimiento de la belleza ya no es una aspiración presentida y deseada sino que se convierte en una actualización constante, en un goce permanente; y así, también, las demás cosas que llamamos superiores y que ahora constituyen un atractivo para nosotros pero todavía no son una realidad actual establecida.

Los hechos y la experiencia nos enseñan que nosotros tenemos muy poca concentración mental. Nos damos cuenta de ello cuando estamos leyendo un libro y de pronto nos encontramos completamente distraídos, sin saber qué estamos leyendo y hemos de volver atrás para encontrar la ilación; cuando queremos concentrarnos sobre una materia y al cabo de un momento nos damos cuenta de que estamos pensando en lo que haremos por la tarde o en lo que nos dijeron ayer; o cuando intentamos hacer un poco de meditación, o de oración, y empezamos muy bien pero a los pocos segundos ya estamos divagando, flotando por zonas lejanas al objeto del ejercicio. Entonces descubrimos que nuestra concentración no es todo lo buena que sería de desear.

El problema es que, además, esta falta de concentración se manifiesta en todos los momentos de nuestra vida diaria. En las situaciones que acabamos de enumerar se pone de relieve porque allí, como se trata de un empleo preciso, único, de la mente, la deficiencia es evidente, se ve claro que la mente funciona mal; pero durante las actividades diarias, donde tenemos tantas distracciones, tantos estímulos diferentes, no percibimos esta vaguedad, este comportamiento constantemente errabundo de la mente.

Ésta es la causa por la cual vivimos siempre de un modo estrecho dentro del campo mental, mucho más de lo que es nuestra capacidad real. Todos podríamos, si desarrolláramos la capacidad de concentración, ampliar nuestro conocimiento del universo en que vivimos y de nuestro mundo concreto de relaciones humanas. Determinadas situaciones adquirirían un relieve, una fuerza, una riqueza, que cambiarían por completo nuestra visión de ellas. Admitamos que carecemos de concentración mental en todos los instantes del día.

Causas que impiden la concentración

¿Qué es lo que se interpone, lo que nos impide que nuestra mente funcione de un modo pleno, con toda su capacidad dirigida hacia un objetivo?

La mala salud

Con eso no me refiero a tener una bronquitis crónica, o neuralgias, o dolor de muelas. Al decir mala salud me refiero a que nuestro organismo no funciona normalmente con toda la limpieza, armonía, y con todo el vigor interior con que podría funcionar, y aunque nos parezca extraño, cuando el organismo no funciona de un modo correcto, nos impide pensar bien. Nuestra mente está en contacto con todos los niveles de la personalidad y por lo tanto también con nuestras funciones vegetativas; y si la mente está ocupada en resolver problemas que existen en el nivel vegetativo, ese trabajo de la mente, esa dedicación que tiene que prestar en esta dirección le impide quedar libre para poderse ocupar en unas actividades más específicamente mentales. Por eso, al practicar yoga, por ejemplo, al transformar la persona su estilo de vida y lograr un mayor equilibrio, se observa un cambio notable no sólo en su estado de ánimo sino especialmente en su capacidad mental.

La tensión nerviosa

Aunque frecuentemente la tensión nerviosa se deriva del mal estado orgánico, lo cierto es que la mayoría de las veces es causada por problemas de tipo emocional, de tipo afectivo. Esas tensiones nerviosas de tipo afectivo se reducen casi todas ellas a un solo argumento: el que nosotros tenemos cuentas pendientes y estamos intentando resolverlas, y estas cuentas consisten en la reivindicación del yo, la reivindicación de nuestro valor personal. Como en nuestro interior hay una aspiración al pleno desarrollo, a la plenitud de conciencia de realidad de uno mismo y a la expresión de esta realidad en el mundo, y como por otra parte nuestra experiencia está llena de aspectos negativos, limitaciones, frustraciones, etcétera, hay siempre esta cuenta pendiente, este intento de acabar de vivir situaciones que no se vivieron plenamente, de compensar situaciones de fracaso o frustraciones que tuvimos, y esto se refiere no sólo al éxito exterior, económico, social, profesional, sino incluso a nuestro prestigio frente a los familiares, a las amistades; estamos intentando constantemente demostrarles que somos personas muy importantes, muy necesarias o muy inteligentes, para sentirnos satisfechos, reivindicados de todas las negaciones que hemos sufrido durante nuestra vida.
Mientras tengamos estos problemas pendientes y estemos viviendo cada situación presionada por esta urgencia interior de afirmar nuestra superioridad, realidad y plenitud, no podremos utilizar la mente de un modo libre, estaremos siempre mirando la situación en función de esta problemática pendiente.

Actitud superficial

Éste es otro problema que impide la concentración habitual y sistemática. Nos hemos acostumbrado a vivir las situaciones y las cosas con el esfuerzo justo, el indispensable para ir tirando. Esta actitud flota en el ambiente y nosotros somos producto de este ambiente social, pues gran parte de nuestra personalidad la construimos sobre la base de imitar a los demás. Si nos desenvolviéramos en un ambiente en que las personas vivieran con más calma, más reflexión y mayor profundidad esto nos obligaría a sentirnos más intensamente y a reaccionar de un modo más reflexivo, sereno y profundo. Pero todo el mundo tiene prisa, todos corren a lo loco; como hay tantas cosas por hacer y no hay tiempo de hacerlas todas, esa prisa ya se ha convertido en algo normal. Lo que se pretende es ir tirando, salvar la situación como sea y pasar un buen rato cuando se pueda.

Seguramente en muchas ocasiones ésta puede ser una buena solución, especialmente cuando las circunstancias personales son muy duras y apretadas; entonces es lógico vivir los buenos momentos sin mayores preocupaciones y que se busquen escapes para descansar y alegrarse un poco. Pero es lamentable el hecho de que en muchas ocasiones podríamos hacer un trabajo más profundo y solamente por el hábito, por la inercia que hemos adquirido de vivir así, desperdiciamos estas oportunidades. Así, cuando nos encontramos en que no tenemos prisa ni nos urge nada, entonces nos aburrimos y buscamos algo que nos distraiga, vamos al encuentro de los problemas de los demás, nos metemos en novelas, en películas, etcétera; pero no buscamos películas que nos distraigan, no; las queremos con mucho jaleo, muchos conflictos, lo que demuestra que tenemos una especie de añoranza de ellos.

Todo esto impide que vivamos la vida con entrega, con profundidad, sin tiempo para centrarnos. Sólo intentamos salir del paso ante las situaciones, nos falta una plenitud de presencia ante la vida, presencia que nos obligaría a ser conscientes de un modo también más profundo y por lo tanto a percibir mentalmente la realidad en el interior de cada situación.

El estrés

Esto va muchas veces acompañado de la falta de descanso, de agitación constante, provocada por las exigencias concretas y reales de la vida, que nos obligan a ganar más dinero, a resolver muchos asuntos en poco tiempo; y esa agitación, evidentemente, dificulta la adquisición de la capacidad de concentración; y cuando ya se ha adquirido la agitación no nos desprendemos de ella. Acostumbrados a vivir este ritmo desde hace mucho tiempo, nos resulta difícil adquirir la concentración, no podemos aprenderla ni tenemos tiempo para ello.

Ideas incompletas

Todo lo explicado contribuye a que nuestras ideas sean solamente esbozos. Tenemos unos cuantos datos recogidos de aquí y de allá, los ponemos dentro de nuestra mente y los firmamos: «yo creo esto y aquello, yo pienso tal cosa y tal otra..., etcétera». Y si alguien pone en duda estas ideas, discutimos y las defendemos a capa y espada. Pero estas ideas no son claras, no son completas, y por otra parte tampoco son nuestras; son prestadas, de diversa procedencia, recogidas como uno ha podido, y a medio hilvanar porque uno no ha tenido tiempo de enfrentarse a esas ideas ni de definirlas, o sea, no se ha situado ante ellas, no las ha analizado a partir de sí mismo.

Aunque no es mi deseo trazar un cuadro negativo, lo que expongo es cierto; lo bueno es que este cuadro está funcionando sobre un fondo positivo estupendo y el gran milagro, la gran maravilla, es que a pesar de funcionar mal, mental, afectiva y físicamente, vivimos, hacemos cosas, y a pesar de todo se adelanta, se progresa. ¿Por qué? Porque dentro de nosotros existe una fuerza, una inteligencia que rige nuestra vida y por suerte no depende de nuestra mente personal el que las cosas vayan de un modo o de otro, sino que hay una mente bien centrada, bien clara, iluminada, que es la que en el fondo está guiando nuestros pasos titubeantes hacia la madurez, hacia ese crecimiento interior que todos anhelamos y algunos han llegado a adquirir.

¿Cómo superar estos obstáculos a la perfecta concentración? De la relación de impedimentos estudiada se deducen las posibles soluciones. Seguidamente veremos el modo de eliminar las causas negativas que son impedimento hacia la concentración.

Dos de las principales e inmediatas aplicaciones prácticas hacia este objetivo son las siguientes:

1. Mejorar el estado orgánico y nuestra conciencia de energía vital.
2. Ordenar nuestra vida afectiva sobre una base realmente positiva.

Éstos son los caminos preliminares para poder llegar a una buena concentración, porque el que se proponga forzar la mente a hacer directamente determinadas cosas se encontrará con que habrá de trabajar mucho para conseguir sólo unos resultados mínimos, porque los impedimentos proceden de otros niveles que no son propiamente el mental. La mente tiene ya los suyos propios, pero si además con la mente queremos vencer los otros impedimentos tendremos que hacer muchísimo más esfuerzo para obtener un resultado más bien pequeño. Conviene, pues, tratar a cada impedimento según su propia naturaleza.

Los puntos que hemos señalado son esenciales para mejorar la calidad de nuestra mente y la capacidad de concentración. En primer lugar mejorar la salud, elevar el tono vital, aprender a funcionar físicamente de un modo mejor, mediante un ejercicio bien hecho, una respiración consciente y una mejor higiene dietética y sexual. Y en relación a nuestra vida afectiva, es sabido que se ha ido construyendo un poco por aquí, otro poco por allá (casi al azar), por reacciones a muchos y variados estímulos, y llega un momento en que realmente tenemos una gran afectividad, unos grandes sentimientos, tenemos cosas muy buenas, magníficas, pero por desgracia cada una va por su lado y a veces esos diferentes lados chocan entre sí. Existe una tensión, una dispersión y a veces una contraposición de objetivos afectivos, y si esta energía tiende a ir en direcciones opuestas, la tensión que se crea por esta causa disminuye de un modo considerable nuestra capacidad de concentración.

Nosotros tenemos ya la capacidad de concentrarnos

Cuando nuestra afectividad está unificada, integrada y polarizada hacia un solo objetivo, cuando queremos una cosa y la deseamos de veras, del todo, cuando la amamos profundamente ¡qué poco nos cuesta hacer concentración sobre aquello! Realmente los únicos momentos en que nosotros estamos espontáneamente concentrados es cuando estamos viviendo algo que nos gusta mucho; en aquellos instantes desaparece el resto de cosas, se nos pasa el tiempo volando, hacemos una concentración perfecta. Ése es un ejemplo que indica que nosotros tenemos ya la capacidad de concentración.

¿Por qué nos concentramos en estos casos? Porque estamos inclinados hacia el objeto, porque nuestra afectividad va dirigida hacia allí y nuestra mente sigue dócilmente a nuestra afectividad. Por lo tanto, en la medida en que unifiquemos nuestra afectividad, en que aprendamos a ver claro qué es lo que amamos más, y que todas las demás cosas que amamos las relacionemos, las integremos dentro de esta cosa más deseada, más amada, entonces nuestra afectividad se convertirá en un sistema de fuerzas unitario que nos permitirá que, sin apenas esfuerzo, consigamos una concentración extraordinaria. Lo difícil, lo realmente complicado, el malabarismo, consiste en que yo esté amando diez cosas diferentes y me concentre sobre otra que es la onceava o doceava. Habiendo una dispersión desmesurada de focos de interés queremos concentrarnos en otro sin dejar los anteriores. Esto es realmente mucho más complicado que lo que hacen los yoguis, y es lo que estamos intentando hacer; ¡y pensar que los yoguis tienen ya un problema para estar centrados sobre una cosa solamente!

Debemos ser más modestos y centrarnos sólo sobre una cosa. Para ello, primero debemos definir cuál es esa cosa que más queremos; pero no deseándola mediante una voluntad fría y seca sino queriéndola con el sentimiento, con nuestra afectividad profunda. Cuando aprendamos a dirigir todo nuestro sentimiento hacia un solo objetivo, nuestra mente fácilmente se pondrá en esa misma dirección; entonces habremos quitado el mayor inconveniente que existe para conseguir la concentración mental bien hecha.

O sea, que no hay que practicar la concentración sólo a base de esfuerzo mental, sino que la concentración ha de ser el resultado de la maduración de la personalidad; y mientras los niveles elementales no funcionen medianamente bien, es inútil pretender que nuestra mente esté toda ella centrada en un objeto que es diferente de lo que desde nuestro interior estamos deseando y buscando. Esta organización de la vida afectiva comporta que yo vea qué es lo que en mí despierta y merece más amor, qué es aquello a lo que yo tengo más amor, en definitiva, descubrir mi centro de gravedad afectivo actual, el que tengo ahora, sea cual sea, y entonces ordenar todos mis sentimientos afectivos en función de este principal. Así aprenderé a relacionar el afecto que tengo a mis familiares, a la gente, a mi capacidad creadora, incluso al dinero, al negocio, a todo, con este amor central; aprenderé a engarzar esa afectividad múltiple alrededor de este tronco fundamental.

El problema de la voluntad

Otra cosa que debe solucionarse es el problema de nuestra voluntad. En el fondo de la creencia sobre nosotros mismos, muchos de nosotros pensamos: «con mi inteligencia, si tuviera más voluntad podría hacer muchas cosas, podría llegar muy lejos»; «lo que me falla es la voluntad, porque inicio una cosa con mucho éxito, progreso en ella pero después me canso y la dejo, y empiezo otra cosa...». Éste es un caso típico aplicable a uno 90% de los niños. Cuando se pregunta al profesor: «¿cómo va mi hijo?», el profesor responde: «muy bien, muy bien, es muy inteligente; tiene un poco de pereza para estudiar, es un poco inconstante, pero es muy listo». Esto lo oímos decir muy a menudo y esto es lo que hace que aquel niño tan listo sólo vaya tirando a duras penas; y esto es lo que nos ocurre a todos en un grado u otro.

¿En qué consiste el problema de la voluntad?, ¿por qué no tenemos voluntad?, ¿qué es la voluntad? La voluntad no es ser duro, ni muy enérgico, aunque esas puedan ser algunas de sus formas. La voluntad no es nada más que la integración de la energía con la mente consciente.

Cuando la energía interior está conectada, integrada, unida a la mente consciente, esto se traduce en voluntad consciente. La falta de voluntad siempre se debe a que tenemos poca energía disponible, situación debida a las causas siguientes:

a) porque la energía está reprimida dentro
b) porque está dispersa
c) porque la mente no está conectada con esta energía
d) porque la mente no tiene ideas claras y estables; entonces la energía que hay dentro (la cual en el fondo es el elemento dinámico de toda nuestra conducta) se encuentra dirigida a objetivos distintos, pues la mente va variando de objetos de interés a medida que transcurren los minutos y las horas.

Así, pues, el problema no es por falta de voluntad sino porque hay tantas voluntades distintas como ideas van apareciendo en la mente. La voluntad es energía actualizada integrada con la mente, con las ideas, y si éstas son claras y estables, esa energía se traduce en una conducta estable, pero si las ideas son cambiantes entonces la energía va de gin objetivo a otro, y eso es lo que entendemos habitualmente como falta de voluntad. Resumiendo, la voluntad depende de: a) la estabilidad de las ideas; b) la claridad de las ideas; c) la energía actualizada disponible.
Para resolver las deficiencias citadas conviene practicar ejercicios de atención, pues las prácticas específicas de concentración tienden por sí mismas a estabilizar y dar claridad a la mente. Para desarrollar la concentración existen técnicas de muchas clases; citaremos seis de ellas, todas recomendables, y finalmente describiremos dos de las más importantes pertenecientes al Raja-yoga.

Técnicas de concentración


Concentración sobre la conciencia física

1. Los ejercicios de Hatha-yoga, los cuales son muy beneficiosos porque reúnen los requisitos de lentitud, relajación y atención partiendo de la conciencia interna del cuerpo.
2. El andar lentamente, plenamente conscientes de cada movimiento, de cada gesto y de la conciencia global del cuerpo (éste es un ejercicio derivado de la escuela budista Hinayana).
3. La relajación, como ejercicio de concentración, también es muy adecuado para tomar conciencia de sí mismo y para aprender a mantener la mente en la sensación de descanso.
4. La respiración abdominal, como objeto de concentración, siendo espectador del proceso de vaivén respiratorio y manteniendo el estado afectivo y mental sereno, hasta llegar a situarse en el centro de donde emerge este ritmo natural.

Concentración por medio de la mirada. (Es lo que en la India se denomina tratak.)

5. Fijación de la mirada sobre un punto fijo externo. Es muy frecuente fijar la vista en la llama de una vela, aprendiendo a contemplarla serenamente sin perder la conciencia de sí mismo, con plena lucidez e intencionalidad.
6. Fijación sobre la imagen del gurú, es decir, del propio maestro. También puede practicarse con una imagen religiosa que inspire un sentimiento de devoción.

Síntesis de dos de las técnicas fundamentales de Raja-yoga

Concentración sobre objetos externos

Primera etapa: Se trata de coger un lápiz, una flor, cualquier objeto y aprender a mirar. Hay que mirar el objeto sin pensar, sin especular sobre él, sin comparaciones, sin asociaciones de ninguna clase, sólo mirar; centrarse exclusivamente en lo que se ve y en el modo de ver y nada más. Esto se practica durante quince o veinte días, sin ninguna otra finalidad. Cuando llevo un rato mirando el objeto me parece que ya lo he visto por todos los lados, y que ya no puedo descubrir nada más; y es precisamente entonces cuando empieza la parte eficiente de la concentración, cuando creo que ya lo he visto todo. Esta parte accesoria de especial atención que me obligo a hacer sobre algo que me parece que ya está visto del todo, esta parte extra, es la que desarrolla realmente la capacidad de concentración; porque al principio yo he mirado el objeto con mi atención actual y no he superado la capacidad desarrollada a través de mi hábito establecido. Pero en el momento en que he llegado al límite de mi hábito y sigo practicando la atención sobre el objeto, entonces es cuando empiezo a desarrollar un nuevo grado de atención, de lucidez, entonces mi conciencia se expande, empiezo a crecer.

Segunda etapa: Ahora se trata de mirar el objeto aceptando las asociaciones que despierte en uno, todos los conocimientos, datos y referencias que se tengan acerca del objeto. Si es un lápiz, considerar su utilidad, el hecho de que sirve para escribir cartas, notas, etcétera; los materiales de que está hecho y la procedencia de éstos, por ejemplo: el lápiz es de madera, que procede de los árboles, los bosques...; el lápiz tiene una mina de grafito, carbón... y así sucesivamente. Hay que procurar que cualquier asociación que sugiera el lápiz no nos haga alejarnos de él. El lápiz (el objeto que estoy mirando) ha de ser el centro permanente de la atención y no debe perderse este centro a causa de ninguna asociación. Las asociaciones deben ser directamente relacionadas al lápiz como centro; no sirve pasar del lápiz a la madera, de la madera al bosque, y enseguida ver personas en el bosque reunidas en una merienda..., no; no debe perderse de vista el tema inicial en ningún momento; y esto también durante quince o veinte días. A los dos días parecerá que ya se sabe todo en teoría sobre el lápiz, su historia, sus aplicaciones, que ya está visto todo.

En este momento vale la pena considerar que toda técnica de desarrollo se basa en hacer más de lo que uno hace habitualmente, pues si no es así no se produce ningún desarrollo. ¿Qué hacemos para desarrollar la musculatura?; hacemos más esfuerzo del que practicamos diariamente. Para desarrollar la mente hemos de hacer lo mismo, pues lo único que desarrolla es el ejercitamiento de las facultades. Por lo tanto no debe tomarse el ejercicio como una distracción y al llegar al límite, cansarse y dejarlo, no, ya que entonces es cuando empieza la parte más eficiente del ejercicio.

Tercera etapa: Cuando han pasado quince días en la segunda etapa de recoger información sobre el lápiz (o el objeto que sea), entonces he de volver a la observación inicial, a mirar el lápiz. Y cuando ahora lo mire, esta visión tendrá un carácter completamente distinto, nuevo, revolucionario, comparado con la visión que tenía al principio. Porque se habrá desarrollado una visión de la imagen del lápiz muy perfecta, y al mismo tiempo de todos los conocimientos e ideas que se relacionan con él que se han ido asociando de un modo deliberado, que se han ido articulando alrededor de la imagen «lápiz». De tal modo que ahora, cuando me centro en la observación del lápiz y dejo mi mente abierta, inmediatamente lo veo desde todas las direcciones, lo veo con todo su contenido mental, adquiero una visión dimensional; es como si el lápiz y yo existiéramos en otra dimensión que tiene mucho más relieve y profundidad.

Éste es un tipo de ejercicio fundamental de Raja-yoga. Hay que aprender a hacerlo primero con objetos externos para desarrollar nuestras facultades más concretas, y después se aprenderá a hacer esto mismo sobre otros contenidos no materiales.

Concentración sobre cosas no físicas

Sobre cosas que no sean objetos físicos, o sea, sobre sentimientos y estados de conciencia.

Uno puede aprender a centrarse, a poner la atención, a mirar, a contemplar, cosas que no sean físicas, tales como el amor, la belleza, el bien, la justicia, la armonía, el bienestar, la paz, la serenidad, el Yo. Y hay que aplicar exactamente el mismo criterio que hemos explicado en el estudio de la concentración sobre el lápiz (u otro objeto físico): aprender a mirar la cosa elegida como objeto de la atención. Y cuando nos parezca que ya la hemos visto, seguir mirándola, sin asociaciones, manteniendo lo más viva posible la cosa dentro de sí. Si es el amor, no sirve conformarse con la idea o el sentimiento del amor, sino que he de aprender a evocar, despertar y actualizar en mí el sentimiento del amor y entonces, mientras lo siento, mirarlo, mirarlo..., un día, otro y otro. Mirar sin pensar, sin razonar, sólo la simple mirada; porque esta mirada tiene ya un poder de penetración extraordinario, y eso es lo que permite ahondar precisamente en el contenido de idea y en el contenido de realidad que tiene la cosa elegida.

Si yo medito sobre la verdad, sobre la justicia, sobre el equilibrio, sobre el poder, sobre cualquier noción de este tipo, yo aprendo poco a poco a ir controlando mi mente, pero al mismo tiempo a irla introduciendo en esa substancia que me viene de lo superior, hasta que yo llego a penetrar realmente en el mundo de lo superior a través de esa manifestación. Eso recuerda aquello que encontramos en algunos cuentos, de la princesa que va (no sé a qué lugar) montada en un rayo de sol; eso tan inocente, que uno encuentra divertido cuando es pequeño, eso hemos de aprender a hacer ahora que ya somos mayores. El hecho real es que toda noción que nos viene de lo superior es un rayo que procede de aquello y que participa de su naturaleza; y en la medida que yo sepa estar atento a ello, mirarlo, penetrarlo con la mente clara, abierta, todo yo centrado en eso, se va abriendo un camino que me conduce a la procedencia, a la fuente de origen de aquella cualidad.
Esto conduce a instaurar un estado mental nuevo, superior, el cual no puede ser explicado. Es algo que se aleja de la experiencia corriente, y aunque utilizáramos palabras nuevas, éstas resultarían insuficientes para describirlo; por ello, renunciamos a hacerlo. Sólo podemos animar a los aspirantes a trabajar, a practicar, para descubrirlo y experimentarlo por sí mismos.


VIDA ESPIRITUAL, ORACIÓN, DIOS


El impulso espiritual

Cuando se presenta un impulso espiritual, sea a través de un modo de manifestación de tipo religioso, sea a través de un conocimiento que obliga a modificar la perspectiva que tenemos de la vida, esto se presenta como un bien, uno siente que aquello es estupendo, correcto, y tiene muchas ganas de vivirlo. Pero inmediatamente aparece la reacción de la personalidad antigua que es la que ha servido de soporte hasta entonces y esta reacción provoca una inseguridad.
También, durante un proceso de desarrollo espiritual, se pasan períodos de graves crisis (aunque no siempre es así) en que uno no sabe si quiere o no a los demás, en que no sabe qué actitud hay que tomar ante la vida, si tiene que luchar o no, etcétera; aparecen incertidumbres que son la consecuencia de la transformación que se está viviendo. En otro sentido, es un problema parecido al que tiene la persona, sea hombre o mujer, al llegar a una edad en que tiende a involucionar, en la que disminuye su fortaleza y su función y estímulo sexual. Pero, además, junto a esto de tipo físico, existe toda una estructura psicológica que también se modifica, y entonces la persona quiere vivir como antes pero nota que le falta impulso, y esto le produce una sensación de amenaza, de que se está hundiendo; y no es que se hunda, sino que, sencillamente, trata de agarrarse a un molde al que estaba acostumbrada, y no vive de un modo vivo, elástico, adaptable a cada situación real.
Hemos de comprender que las crisis, incertidumbres, dudas, son inseparables de todo proceso de maduración. En este proceso, posteriormente aparecerán una mayor certidumbre, una mayor claridad y una mayor fuerza interior.

¿Qué es lo espiritual?

Lo espiritual es una fuerza real, una fuerza que cuando se manifiesta lo hace de veras. A veces se confunde lo espiritual con la tendencia hacia lo religioso en sus formas más conocidas. En la religión la persona pasa por una fase emotiva, la persona se dirige hacia Dios con su emotividad, y si en ella predomina el nivel afectivo es natural que se manifieste de esa manera. Pero la verdadera religiosidad no es esto, la fuerza de la religiosidad siempre procede de los niveles superiores.

La espiritualidad en su grado más maduro está más allá de la emotividad, del mismo modo que el conocimiento espiritual está más allá de las ideas concretas. Así, en su grado más elevado, el amor -aunque suele expresarse como sentimiento- puede manifestarse sin ninguna resonancia afectiva o emotiva. El verdadero amor de por sí no es emoción, el verdadero amor se puede definir como potencia y como conocimiento.

La vida espiritual es una necesidad de toda persona madura interiormente; no es nunca algo sobrepuesto a la personalidad, sino que es la expresión del desarrollo de nuestros niveles espirituales. La mayor parte de personas parecen tener dormidos estos niveles superiores y viven sólo en el nivel concreto y aún a media luz, con poca conciencia; sin embargo, la educación, la formación que reciben la mayoría de personas parece que obliga a adoptar una actitud (o postura) frente a lo espiritual.

La verdadera vida espiritual empieza cuando la persona siente dentro de sí una inquietud hacia lo superior. La vida siempre ha de ser un proceso dinámico, si no no es vida. Vida no significa moverse exteriormente de acuerdo con unas formas; vida siempre es una manifestación de energía interior, siempre es un proceso interno, no es nunca una cosa externa (aunque se manifieste en lo externo). Si no hay esta inquietud interior, esa energía interior, no hay auténtica vida espiritual.

La vida espiritual es el desarrollo de un aspecto normal y necesario en el ser humano, no sólo para unos cuantos, sino para todos, porque responde a una necesidad de todos. Lo que ocurre es que esta necesidad puede expresarse de muchos modos y en unas personas puede adoptar una forma estrictamente religiosa, en otras puede adoptar una forma de conocimiento, otras pueden necesitar amalgamar estas dos vertientes, etcétera. La vida espiritual puede adoptar varios matices, puede existir de distintos modos aunque esto nos extrañe, pues estamos acostumbrados a entender por vida espiritual la vida religiosa y la vida religiosa como una vía afectiva.

Aspiremos a lo permanente

Todos nuestros mecanismos, todos nuestros contenidos psicológicos, ideas, sentimientos, están siempre basados en estructuras contingentes, transitorias: deseamos tener un cargo, ganar dinero, vivir en un sitio determinado... etcétera; deseamos una serie de cosas, las cuales, todas, por su propia naturaleza, son transitorias, están destinadas a transformarse y a desaparecer. Por lo tanto no podemos basar nuestra seguridad profunda sobre estos valores. No podemos confiar exclusivamente en estos valores para afirmar nuestro ser (aunque es lo que hacemos), porque estos valores a la larga todos fallan, todos, incluidas las relaciones familiares, a causa de una ley inapelable: la que determina que todo lo que ha tenido un nacimiento tendrá una muerte, todo lo que tiene un principio debe tener un fin.
Si nosotros aspiramos a vivir algo profundo que nos aporte una auténtica seguridad, permanente, inalterable, que no esté a merced de vaivenes de ninguna clase, hemos de buscar algo que no nazca y que no muera.
La vida espiritual es eso, es el nacimiento a esta dimensión perenne, es un descubrir y empezar a vivir una realidad que de por sí es siempre real, está siempre presente y no falla nunca. Y esto se convertirá en un punto de apoyo extraordinario para toda persona que quiera vivir con solidez interior, que no quiera dejarse engañar por los fuegos fatuos de la ilusión de un momento, de las pequeñas ambiciones que el ego persigue.

Lo espiritual y la vida afectiva

La vida espiritual es fundamental para organizar y centrar nuestra vida afectiva. Nuestra vida afectiva acostumbra a estar muy desorganizada porque se ha ido formando a través de experiencias muy contradictorias; debido a estas experiencias todos tenemos cosas muy buenas y otras no tan buenas dentro de nosotros, y eso en el nivel afectivo crea tensiones, contradicciones. Estos problemas afectivos repercuten en toda nuestra personalidad, en lo físico y en lo mental. La mente está constantemente presionada por las tensiones emocionales, por los problemas afectivos; y para pensar, para ver, para actuar, si no hay un nivel afectivo claro, resuelto, sano, no puede haber eficiencia completa, aunque la persona sea muy inteligente.

En toda organización (de cualquier materia) se necesitan unos puntos de referencia básicos a través de los cuales se organiza todo lo demás; también es así en lo espiritual. Lo que necesitamos para organizar nuestra vida espiritual son unos puntos de referencia que sirvan de base firme. Así, la vida espiritual centrada en el nivel afectivo superior es lo que da la pauta para organizar la vida afectiva en el nivel concreto. Cuando la afectividad está ordenada, pensada y sentida desde el nivel espiritual, todas las cosas se ponen en su sitio. Entonces amamos las cosas no directamente por sí mismas, no por su apariencia o por la reacción que despiertan en nosotros, sino, además de esto, en virtud de la utilidad o bondad que tienen desde el punto de vista espiritual. Puedo tener, por ejemplo, un afecto hacia mi esposa, puedo amarla, porque es cariñosa, porque es sensible, porque me atiende, porque me mima y me apoya en ciertos momentos; esto está muy bien y es muy humano y natural. Pero si yo baso solamente mi afecto en eso, es seguro que en el momento en que ella esté nerviosa o tenga algún problema propio, yo me sentiré contrariado y frustrado, me encontraré con unos sentimientos contradictorios respecto a ella. Mientras que si yo amo y me adhiero a todas las cualidades de mi esposa, pero además vivo la dimensión espiritual y veo a mi esposa como un alma, y siento que ella es un alma, comprenderé que ella es intrínsecamente amor, que por naturaleza es amor y que expresa este amor a través de mil modos diferentes. Independientemente de que ella exteriormente exprese una cosa u otra, ella de por sí continúa siendo amor, igual que lo soy yo en mi naturaleza profunda. Entonces empezará a haber una dialéctica en unos planos más profundos y superiores que trascenderán las crisis, las oposiciones que puedan surgir, y entonces dejaré de apegarme de un modo excesivo a una cualidad determinada, o de rechazar también de un modo excesivo algún defecto determinado. Viviré a la persona como participación del mismo amor profundo que yo siento, no como amor a la cualidad de la persona, a sus características, sino como un amor que es real en sí mismo, un amor que se convertirá en el verdadero protagonista.

La persona merece amor en la medida que es expresión de amor, y como en su interior lo es (lo manifieste o no), la persona siempre despierta en mí esta reacción de amor profundo, de sintonía, de acercamiento, de participación; luego, esta naturaleza profunda la demostraré en forma de cariño, de admiración, de la forma que sea, pero eso será accidental, secundario, ya que veré cada rasgo de éstos, cada cualidad (o cada defecto) a la luz de una realidad espiritual fundamental.

La clave está en no apoyarse en lo que son cualidades personales, sino apoyarse en lo que es la naturaleza fundamental, y esto no como una idea o como un deseo sino como una experiencia. El deseo de amor total, profundo, que siento en mi interior, esto es la expresión de mí mismo; y esto mismo lo es también la otra persona (aunque lo sienta o no) porque lo es por naturaleza. Cuando yo soy capaz de ver este aspecto en el otro y de abrirme a él, entonces las demás cosas que exprese serán accidentales, transitorias, secundarias; si son buenas, estupendo, pero si no son tan buenas, eso para mí no significará ningún drama.

Del mismo modo, en mis relaciones con los amigos no dependeré de su lealtad o de su franqueza, no dependeré de esto; tendré un afecto hacia los amigos sencillamente porque yo soy afecto. Amaré al amigo como ser humano, como persona, porque él, en el fondo, es un alma. Habrán unas cualidades que me gustarán más y otras menos, pero éstas no me harán separar de un modo estricto de las personas, no definiré a las personas por sus cualidades o sus defectos, las definiré por lo que tienen en tanto que personas: amor, alma, vida superior. Cuando uno se abre interiormente a esto, también descubre estos aspectos en los demás.

Así, toda la vida afectiva adquiere otro carácter, dejar de apoyarse en accidentes; pueden existir complicaciones, contradicciones, desengaños, y esto en la relación humana no se puede evitar, pero cada cosa de éstas deja de aparecer como una catástrofe porque la persona no se apoya en ellas. Esto no significa excluir para nada el amor humano, pero lo que hay que hacer es profundizar en otros niveles más reales, más permanentes. Esta será una de las ventajas de la vida espiritual en lo que se refiere a los aspectos prácticos de la vida cotidiana, ya que frente a la gente me permitirá adoptar una actitud abierta, incondicional, sin apoyarme en las personas, sin depender de una actitud hacia mí.

Si nos observamos, veremos que siempre deseamos ir con quienes nos sentimos más estimados, más seguros, más valorados; no nos gusta ir donde tememos ser rechazados o criticados.

Es nuestro nivel afectivo el que determina dónde queremos ir, y esto no debe ser necesariamente así. Si aprendemos a conectar con esto más profundo en nosotros, podremos ir a todas partes y en todas partes nos encontraremos bien. Eso es algo muy real, que se puede constatar por experiencia cuando uno vive desde su centro.

Lo espiritual, fuente de energía y de plenitud

La vida espiritual es además una fuente de energía extraordinaria. Tenemos varias fuentes de energía, pero hay cuatro de principales -que abarcan cuatro dimensiones de nuestra experiencia-, que son: la energía biológica, la del inconsciente, la del no-yo y la espiritual. Pues bien, la energía espiritual es de todas la más poderosa para aquel que ha aprendido a sintonizar, a contactar y a aprovecharla; pero si uno se cierra a ella es como si no existiera. La vida espiritual tiene el poder de dar fuerza, de animar, de transformar toda la personalidad, a condición de que encuentre vía libre; ésta es la única condición, no hay otra.
También la vida espiritual es la que nos permite sentir nuestra conciencia de plenitud-en el sentido de totalidad, de paz total, de fortaleza total, de comprensión total. En este sentido la vida espiritual representa todo lo bueno a que podemos aspirar.

La vida espiritual exige

Pero la vida espiritual resulta cara, muy cara, porque exige de nosotros lo que más queremos, aquello a lo que estamos más apegados: nuestro amor propio, nuestro yo-idea, nuestro egoísmo; por esto resulta cara. No exige nuestro dinero (aunque a veces también, en parte), pero exige entregar cosas que son más importantes que el dinero: nos exige entregarnos a nosotros mismos. Mientras nos queramos más a nosotros mismos que a la verdad, que al bien, que a Dios, no podremos llegar a vivir de modo pleno. O me amo más a mí o amo más a Dios. «Amar a Dios sobre todas las cosas» es una definición perfecta; amarlo sobre todo, más que a todo lo demás. En el momento en que consigamos amar a Dios (aunque sea por un instante) un poco más que a las demás cosas, conseguimos este estado de plenitud; cuando no lo conseguimos es que estamos encerrados dentro de nuestro torreón, en el palacio artificial de nuestros deseos, ideas, ficciones y temores.

La vida espiritual exige abertura y entrega, basadas en la aspiración. Cuando sentimos la necesidad de algo superior, hay que prestar atención e interés a esta aspiración que sentimos. Al prestar atención, eso que percibimos se irá intensificando, profundizando, pues la profundidad, la fuerza, la claridad de lo espiritual, se manifiestan en relación directa a la continuidad de nuestra atención.

El foco mental

La atención es un foco mental que dirige nuestra mente hacia un sitio o hacia otro, pero a la vez que dirige nuestra mente también dirige la energía hacia el sitio elegido. Por lo tanto, cuando prestamos, atención a una cosa, no solamente estamos aprendiendo a mirar, a concentrar nuestra mente en aquella cosa, sino que al mismo tiempo estamos aportando energía y vitalizando aquella cosa, la cual va adquiriendo un desarrollo, una mayor consistencia, de un modo real, no figurado, pues la noción de realidad en un nivel determinado depende de la cantidad de energía psíquica que funciona por él.

Nosotros estamos pensando todo el día en nuestras preocupaciones y en nuestros problemas, por esto son tan reales; en ciertos momentos incluso son más reales que nuestro cuerpo, y para muchas personas llegan a ser más reales que su instinto de vida, pues están constantemente pensando en su problema, están vitalizando aquella idea y llegan a vivirla con una noción de realidad mucho mayor que todo lo demás.

El cultivo de la vida espiritual reside en este hecho tan sencillo, en esta atención a nuestra aspiración, a nuestra intuición, a todo atisbo que tengamos de lo que llamamos espiritual. Debemos prestar atención a este deseo de amor a Dios. Eso no consiste en pensar y pensar alrededor de estas ideas, sino sencillamente en prestar atención, mirar, mirar y seguir mirando. Esta continuidad, este seguir mirando es lo que desarrolla, es esta forma de dirigir la mente en línea recta a la vivencia, a la intuición, a la aspiración y mantenerla allí.

Esto no es una cosa estática porque la mente es un flujo de energía. Se trata, pues, de un proceso dinámico que efectuamos respecto a aquel nivel, a aquella cualidad, la cual en principio parece muy floja y muy débil; pero como estamos dirigiendo el flujo de energía de la mente hacia la cualidad, a medida que eso se va cultivando un día y otro, veremos que la cualidad va ganando vigor, consistencia, profundidad, realidad. Pero no va ganando esta fuerza porque se la pongamos nosotros de un modo artificial, sino porque ya la tiene; es nuestra percepción la que va adquiriendo conciencia de la fuerza, de la profundidad de la cualidad.

Lo espiritual es Real

El nivel espiritual es un nivel tan real, por lo menos, como el físico; lo espiritual tiene tanta consistencia como las montañas que vemos en nuestra geografía. Sin embargo, siempre nos da la impresión de que es algo más etéreo, más flojo que un árbol, que una roca, que una mesa. Pero eso es así solamente porque hemos estado prestando atención a la mesa muchas horas, porque en nuestra noción de realidad la hemos estado asociando a las imágenes de las cosas concretas, físicas, y para nosotros estas cosas tienen más realidad que las que llamamos espirituales. Eso es así porque las hemos estado vitalizando durante mucho más tiempo, porque les hemos prestado mucha más energía; de ahí dimana su mayor realidad.

Cuando se medita con intensidad llega un momento en que se descubre que lo espiritual es más real que lo físico, más fuerte, más consistente. Si queremos desarrollar lo espiritual hemos de aprender a mantener la atención en una dirección, a la aspiración hacia lo superior, al amor a Dios, al prójimo: éste es el mejor modo de cultivar de un modo intensivo nuestra vida espiritual.

Qué es (y qué no es) la oración

La oración es nuestra expresión dinámica afectiva, es nuestro lenguaje espiritual cuando adopta una forma de aspiración religiosa. La oración debería ser una cosa tan natural como lo es el comer y el descansar, ya que la oración es la respiración del alma. Pero es algo que nos cuesta a todos, más o menos. Cuesta mucho introducirse en el arte de orar, ¿por qué?; hay dos razones principales para esto:

1. Porque lo espiritual no adquiere para nosotros suficiente intensidad, por falta de práctica en la contemplación interior que hemos explicado antes.
2. Porque nosotros, al hacer oración, queremos especular, demostrar, explicar, pensar, y la oración no es esto; la oración debe ser una expresión inmediata, directa, total de todo cuanto yo siento, quiero, deseo, ha de ser una expresión viva de mí mismo. Nos referimos a la oración directa, original, aparte de los formulismos o de las oraciones establecidas que uno pueda señalarse como obligación.

En este sentido, la oración es un diálogo que surge espontáneo, sin pensar, sin fórmulas, sin componerse de un modo especial. Se produce cuando me dirijo a Dios, que es la fuente, que es todo, que es quien me da el ser, y que me está atrayendo hacia El, que quiere que yo vaya hacia Él, donde está mi plenitud, mi totalidad. Entonces, lo que siento, lo que surge, es oración. Puedo expresar pensamientos, naturalmente, pero eso siempre será algo auxiliar, pues lo importante es la profundidad de la aspiración, la idea sólo es un modo de darle una forma actualizada al deseo, a la aspiración.

Para lograr esto se requiere que salgamos de nuestra estructura mental habitual, se requiere que dejemos a un lado nuestro deseo de quedar bien, nuestro hábito de seguir con los formulismos sociales. En Dios no existen formulismos sociales, o estoy todo yo o no estoy; si no estoy abierto todo yo, no estoy, estoy aparte. Con Dios no hemos de pensar «esto no se debe decir», o «es mejor decirlo de esta manera», no; este filtraje, esta censura que intentamos hacer en la oración es artificiosa, falsa; la oración es todo lo que sale de mi interior, todo lo que se dirige hacia Él.

Es preciso hablar con Dios, comunicarnos con Él, aparte de los convencionalismos, aparte de las ideas que tengo sobre mí mismo y sobre lo que ha de ser una conversación. Dios es el único a quien podemos decirle todo, sin problemas, es el único con quien podemos comunicarnos del todo. Con otra persona, aunque hablemos mucho, aunque nos entendamos muy bien, habrá muchas dimensiones de mi interior que el otro no captará y que yo tampoco captaré de él. Dios, en cambio, es el único que me entiende del todo; con Él, no necesito buscar excusas para quedar bien. Sólo es necesario recuperar un sentido infantil de entrega incondicional, con todos mis defectos, con todas mis ambiciones y orgullos, y darlo todo, darme todo.

La oración debería ser una cosa permanente, algo continuo. Como dice un texto sagrado: «es preciso orar siempre»; y esto debería ser compatible con el hecho de vivir, de estar trabajando en negocios o de mantener una conversación sobre matemáticas o sobre cine. La oración no consiste en pronunciar unas frases u otras. La oración es esta actitud interior de apertura, de entrega, de disposición hacia Dios; por esto, todo puede ser oración, podemos estar orando siempre.

La oración no es un monólogo, es una conversación, un diálogo, lo que significa que ha de haber dos fases: que todo yo me dirija y me exprese a Dios, y después que todo yo me quede receptivo, que todo yo escuche, esté atento. Generalmente creemos que la oración consiste sólo en el primer tiempo, contarle unas cuantas cosas a Dios y ya está. Pero no es así, porque lo más importante no es lo que yo tenga que decirle a Dios, sino lo que Dios tiene que decirme a mí. Por eso es preciso que después de la fase de expresión total, de sinceridad, aprenda a estar todo yo abierto, receptivo, con el deseo de comprender, de percibir, de captar su presencia y su voluntad.

Dios se comunica a nosotros directamente, pero nosotros querríamos que se comunicara de un modo verbal. En la medida en que la comunicación ocurre en un nivel espiritual, está más allá de las formas y de las ideas concretas; por eso, es más de fiar una comunicación, un contacto sin forma que no con una forma determinada; siempre hay que observar con recelo lo que se manifieste como una voz que a uno le diga «haz tal cosa», «haz tal otra»; puede ser correcta, pero la mayor parte de las veces, precisamente por haber adquirido esta forma, es sospechosa. Lo normal es que Dios se comunique a través del nivel espiritual.

Estamos acostumbrados a creer que la comunicación ha de ser siempre formulada a través de palabras, a través de ideas; no hemos descubierto o hemos olvidado que comunicar puede hacerse de mil modos diferentes. Cuando dos personas se aman, por ejemplo, no necesitan decirse que se aman, es suficiente un gesto, una mínima expresión, un silencio, y aquello resulta más elocuente que las palabras, está lleno de sentido.

Cuando percibimos la belleza en algo, cuando nos damos cuenta de que una cosa es verdad, esta noción de evidencia de la verdad o de la belleza no nos viene dada por una fórmula intelectual concreta sino que es una evidencia que se tiene instantáneamente; cada vez que descubrimos una verdad es en el instante en que estamos callados, en el instante en que no pensamos. Todas las grandes verdades que hemos descubierto en nuestra vida ha sido en estos momentos en que estábamos callados y de repente nos damos cuenta de un hecho, de una verdad incuestionable. Es de este modo que hemos de aprender a escuchar a Dios, no esperando frases, palabras, normas concretas; si aparecen, bien, pero es en el silencio, en el reconocimiento interior, en la intención de comprenderle, de sentirle, de acercarnos y de abrirnos más a El, es en este estado de atención-contemplación en el que surgen las grandes evidencias y la gran fuerza interior.

Yo me dirijo a Dios para expresarle todo lo que deseo, lo que necesito, aunque sean cosas de tipo material. Cuando me expreso así, mediante mi verdad, sea cual sea -mi desengaño, mi ambición, mi sentido mundano-, con todo lo que en mí está vivo y eso lo comunico y lo entrego hacia Dios, entonces todo esto se dinamiza, se centraliza e integra alrededor de este núcleo espiritual y poco a poco me conduce a que yo comprenda cada vez más las cosas a la luz de lo espiritual. Y muchas veces me vendrán soluciones (incluso de tipo económico), se producirán reacciones de otras personas, oportunidades e incluso encuentros que pueden ser convenientes para mi evolución, lo mismo espiritual que material. A Dios lo hemos separado de lo material de un modo artificial, y Dios es el mismo en nuestra alma que en nuestro cuerpo; no hay por qué hacerle especialista sólo en los problemas del alma. Esta es una actitud producto de una educación falsa o parcial.

Hablando con Dios de todo lo que para nosotros es importante, sea lo que sea, las cosas se arreglarán interiormente. Evidentemente, no existe ningún seguro que garantice que le irán bien los negocios al que practique la oración, pero lo que sí es seguro es que uno verá cada vez más las cosas desde la perspectiva correcta. Pero, podéis decir, ¿cuál es la perspectiva correcta? La perspectiva correcta es la perspectiva de Dios. Y es que la perfección de las cosas, la verdad de las cosas, está siempre en la visión desde arriba, en función de su creador y de su ordenador; muchas veces nosotros no las vemos desde el ángulo correcto, desde sus causas espirituales, por lo que si se produce un choque entre estos dos puntos de vista, es el mío el que debe cambiar, porque el otro siempre es el correcto. Dios es la causa, la explicación, el verdadero porqué y cómo de las cosas, por lo tanto soy yo quien he de aprender a acercarme, a sintonizar, a adaptarme, a descubrir la verdad. No debo querer convencer a Dios para que me consiga esto o lo otro; lo que debo lograr es una transformación interior, la cual se va operando en la medida en que soy sincero desde mi punto de partida actual y me comunico con sinceridad mediante este diálogo vivo, profundo, total, con Dios. Esto conducirá a que poco a poco yo vaya viendo las cosas desde el punto de vista correcto, desde la perspectiva de Dios.

La vida espiritual es siempre lo mismo: trabajo, entrega, contacto, comunicación, sinceridad, estar despiertos, atentos y abiertos a lo espiritual. Y debe hacerse de un modo constante, perseverante, total, pues Dios sigue siendo la verdad central en cada momento. No es más importante en el momento en que uno está en la iglesia que en otro rato en que está comiendo (o en el que se está limpiando los dientes), y tampoco es necesario dejar a Dios a un lado porque se está trabajando. Este contacto con Dios puede mantenerse constantemente y eso complementa y perfecciona las técnicas específicas de acercamiento espiritual.

Para esta oración constante sugiero que se elija una cualidad de Dios que nos llene y que tenga un sentido de preferencia para uno mismo; entonces puede repetirse la frase que exprese la cualidad, como por ejemplo: «Dios es la vida», «Dios es energía», «Dios es el centro de mi ser», etcétera. Debe ser una frase corta que se repetirá durante el día para que sirva de soporte, de punto de apoyo constante para la mente, para que la mente se estabilice en esta dirección; y se descubrirá que esto es compatible con el hecho de estar haciendo otras cosas, que se puede estudiar, hablar, discutir, y cuando esto se adquiere, sigue funcionando como estado interior. Entonces la oración ya no es una cosa de unos momentos sino que empieza a ser un estado habitual y el alma empieza a manifestar su presencia, su actividad, su vida, constantemente, al extremo de que eso puede llegarse a sentir incluso mientras se está durmiendo; uno puede estar dormido y ser consciente de esta actividad espiritual que está siempre en marcha.

Solución a los problemas del inconsciente

A medida que uno va intentando abrirse a Dios, se van movilizando los problemas del inconsciente que se han generado a través de la vida personal. En los momentos en que vemos con claridad que Dios es la fuente de nuestro ser y que en Él está nuestro objetivo, e intentamos efectuar un acto de entrega total, entonces no podemos, ¿por qué?; porque no nos poseemos, porque hay unos sectores de nuestro psiquismo que están cerrados, que están más allá de la voluntad consciente, y aunque hagamos un esfuerzo de voluntad hay una serie de cosas que permanecen al margen, separadas. Esto lo superaremos cuando consigamos movilizar nuestra capacidad afectiva disponible hacia Dios. Nuestra apertura mental y afectiva movilizará algo de lo que hay detrás, y si somos capaces de perseverar en esta actitud de entrega, de abrirse y mantener el estado, se va produciendo una especie de drenaje, un arrastre de las cosas que hay por dentro. Esto puede producir vaivenes, en un momento dado pueden surgir problemas o presentarse algún bajón anímico, pero después el trabajo continuará en mejores condiciones.
La vida espiritual es un medio radical para eliminar toda clase de problemas del inconsciente y para transformar toda la personalidad. Pero la vida espiritual no debe practicarse como una actividad complementaria, pues no se trata de un adorno de nuestra vida, sino que es el soporte de nuestra vida. Cuando nos entregamos totalmente, la vida espiritual nos toma en su mano y desaparecen todos los problemas y la angustia que se deriva de ellos porque dejamos de apoyarnos en las cosas transitorias y nos situamos en lo permanente.


EL SILENCIO


Temor al silencio

A primera vista el silencio aparece como la ausencia de algo positivo, la ausencia de actividad, la ausencia de movimiento, y por ello parece que sólo tenga un carácter negativo. Este sentido de negatividad hace que nosotros sintamos un temor ante el silencio, el cual es parecido al miedo que tienen los niños pequeños a la oscuridad; se trata del miedo a lo desconocido, de un miedo irracional que nos hace huir de la experiencia.

Frecuentemente decimos que nos gusta estar tranquilos, pero si lo miramos bien veremos que en realidad a uno le gusta estar tranquilo para pensar en sus cosas, para hacer algo, sea leer un libro que le gusta, pensar y pensar en sus problemas, etcétera; y eso no es propiamente silencio.

La prueba de que tenemos miedo al silencio es que difícilmente nos estamos en casa solos sin hacer nada, pues inmediatamente sentimos la necesidad de salir y buscar estímulos. Los libros en su mayoría se venden por esto, los espectáculos sirven también para lo mismo, para satisfacer esta necesidad que tenemos de buscar un estímulo, algo que nos haga funcionar, que nos movilice, ¿por qué? Hay un motivo positivo, correcto desde su propia perspectiva, y es que nosotros nos sentimos vivir en la medida en que hacemos cosas, que vivimos estados interiores y, naturalmente, cuando en nosotros existe suficiente estímulo para esta actividad interior, entonces necesitamos una actividad externa, vamos a un espectáculo, buscamos compañía, buscamos un libro, buscamos algo que nos anime, que nos distraiga, que nos estimule, que nos divierta, pero que nos divierta hacia fuera, que nos separe de la vertiente interna.

Hay otro motivo (el cual ya no es positivo) respecto a nuestro miedo al silencio, y es que nosotros vivimos huyendo de la posibilidad de experimentar un peligro interno, huimos de los peligros que presentimos que existen en nuestro interior, y nos agarramos a algo exterior que nos dé la sensación de seguridad. Cuando estoy entre un grupo de amigos, cuando hago algo que para mí es familiar, cuando me desenvuelvo entre lo acostumbrado, mediante los hábitos mentales que he adquirido, entonces me siento tranquilo, no siento ningún peligro, podríamos decir que me encuentro dentro de un círculo de garantía en el que sé que no me pasará nada, no ya físicamente sino psicológicamente hablando; sé que no peligran mis identificaciones, ni la adhesión a mi yo y a mis ideas.

Hemos hablado ya de que en nuestro inconsciente existen grandes cargas de energía e impulsos muy fuertes que quieren expresarse, los cuales hemos reprimido porque van en contra de la idea que nos hemos formado de nosotros mismos. Son esos impulsos que empujan desde dentro los que nos causan miedo; tenemos miedo de estos contenidos que presionan para salir. Pues bien, ese miedo se siente más fuerte cuando no hay ningún estímulo al que cogerse y adquirir una sensación de seguridad.

Al encontrarnos en una situación nueva, o cuando vamos a un país desconocido y nos hallamos en circunstancias completamente nuevas (conociendo también a personas nuevas), todos hemos experimentado cierto desconcierto y estamos un poco como en estado de alerta, hasta que nos adaptamos a las costumbres, a las nuevas personas; entonces nos encajamos, sabemos ya a qué atenernos, entramos dentro del hábito y nos sentimos seguros. Mientras hay incertidumbre nos sentimos alarmados; en el momento en que sabemos cómo reaccionan los demás nos acomodamos, nos sentimos a gusto.

En el silencio ocurre precisamente esto. Nosotros dejamos lo que nos sirve de garantía, de soporte, para encontrarnos con algo que no es ningún soporte sino que es una cosa completamente nueva y desconocida pero que, sobre todo, parece que da libre curso a todo lo que hay dentro y que no queremos que salga, toda la hostilidad que tenemos reprimida, toda la ambición, toda la humillación; y también todas las cosas buenas, que también las hay de reprimidas. Eso es lo que tememos cuando nos enfrentamos al silencio.

El silencio, camino a la plenitud

El silencio es una técnica extraordinariamente útil para progresar hacia lo que es nuestro verdadero objetivo: la necesidad fundamental de llegar a vivir toda nuestra potencia interior, todas nuestras capacidades interiores, de vivir conscientemente nuestra plenitud.
Éste es nuestro destino y esto lo buscamos todos. Esto lo busca el que sólo está pensando en el valor del dinero, y el que busca el placer (del orden que sea); a su modo están buscando esta plenitud, sólo que la buscan en algo pequeño, en algo limitado, en algo donde no está. El placer que se halla en cualquier cosa placentera es sólo un reflejo de esa plenitud interior; la satisfacción que uno siente de que los negocios le vayan bien es un reflejo de esta plenitud; la sensación de poder del que tiene mucho dinero es un reflejo de esa plenitud. Todo lo positivo que encontramos en el mundo, en las cosas, son sólo reflejos de ese núcleo central que es luz por sí mismo, que es la plenitud total.
Veamos cómo el silencio puede resultar un camino útil y rápido para llegar a este objetivo.

El requisito fundamental

Para que el silencio sea efectivo, sea útil, es indispensable que en todo momento durante la práctica se mantenga una claridad mental, una lucidez, de modo que uno esté plenamente consciente de sí mismo y de lo que está haciendo. Si durante el silencio no hay este control, esa integración de la mente -siendo la mente la que regula y donde están centradas todas las actividades psíquicas de la persona puede, en algunos casos, ser perjudicial. Hay personas en quienes predomina mucho, por ejemplo, su nivel vegetativo, y la mente tiene muy poca fuerza en el conjunto, en el perfil de su personalidad. ¿Qué ocurre cuando estas personas practican el silencio? Que lo que silencian más rápidamente es la mente, porque la mente es lo que en ellas tiene menos fuerza en comparación con su nivel vegetativo y su nivel afectivo. Pero la mente es la que sirve para controlar, organizar y filtrar la conducta instintiva y afectiva, y al desaparecer por unos momentos, eso hace que uno quede a merced de los impulsos interiores. Por eso a veces el silencio puede ser perjudicial, como todas las cosas que no se hacen bien. Esto ocurre en muchos casos de mediumnidad, en los que por la práctica habitual del estado de trance se desarrollan aspectos patológicos de la personalidad, como la histeria, por ejemplo. El escaso desarrollo de la fuerza mental conduce a que la personalidad no esté toda ella integrada con la mente; entonces existe la posibilidad de que la práctica del silencio pueda resultar perjudicial.

El silencio equivale a abrir la compuerta que separa nuestra personalidad individual de los niveles superiores, lo que permite que entre en nuestra estructura personal un torrente de energías, de conocimientos, de fuerzas. Por eso, este silencio debe hacerse desde el nivel mental y uno ha de poder permanecer en el nivel mental y no apoyarse en lo vegetativo o lo emocional. Desde estos niveles también puede conseguirse el silencio, el cual también abrirá una puerta, pero entonces vendrá esta fuerza enorme, esta energía, y agudizará, aumentará, multiplicará por cien o por mil las fuerzas de aquel nivel. Y entonces se nos presentará un problema de grandes proporciones; pues si ahora tenemos problemas en mantener nuestra agresividad, nuestra sexualidad o nuestra envidia, imaginemos que todo esto se multiplique por cien y veremos la broma que resulta.

Es preciso que el silencio se haga en la mente, desde el nivel de la mente, la cual ha de haber conseguido previamente la ordenación fundamental de la personalidad. La mente debe estar ya integrada y toda la personalidad ha de estar integrada en la mente; y ésta regulará, manejará, ordenará de un modo atinado todos los sectores personales, y sólo entonces es cuando la apertura a mayores conocimientos y a mayores energías no alterará el equilibrio de la persona. Así no se puede producir nunca una deformación, porque a mayor conocimiento, mayor capacidad de ordenar.

Por eso, el requisito fundamental es la constante lucidez, la claridad mental.


Efectos de la práctica del silencio

Conciencia de sí y acumulación de energía

La vida en sí es un proceso de consumo de energía; toda nuestra actividad (física, afectiva y mental) es un consumo de energías, la vida lo requiere y es natural que sea así. Pero cuando el ritmo de vida que uno lleva -por las exigencias externas, por el modo de ser personal o por la educación que ha recibido- le obliga a uno a ir con una prisa exagerada, entonces este consumo de energía deviene excesivo y hace que la persona se encuentre cada vez con menos potencia interior, con menos capacidad de resistencia. Por esto vemos que es en las grandes ciudades, donde hay mucha actividad, donde se produce mucho y se deciden la mayoría de negocios, donde hay también un número cada vez mayor de desequilibrios nerviosos, de neurosis, de trastornos mentales.

Pero eso no es sólo por la energía que consumimos en las actividades obligadas, es por la que acostumbramos a consumir sin necesidad. Si nos observamos veremos que durante el día pasamos horas pensando de un modo agitado, deseando, sufriendo, en un estado de impaciencia, de tensión. La tensión es muy necesaria como preparación para la acción; pero cuando hay tensión sin acción lo que se produce es un consumo de energía estéril, un despilfarro de energía que no se aprovecha para nada.

La primera norma del silencio debe ser la de silenciar estas tensiones innecesarias, estas actividades parásitas, superfluas. Cuando tenemos deseos de algo, hasta que este algo no se realiza tendemos a estar impacientes, en tensión, apretando muchas cosas por dentro, el estómago, las manos, la mente. Si tenemos prisa por llegar a un sitio nos ponemos igualmente tensos, y como siempre queremos llegar a alguna parte o alcanzar determinadas cosas, siempre estamos crispados, siempre estamos apretando algo.

Pues bien, se trata de que uno se dé cuenta de que estas crispaciones físicas, emocionales y mentales son inútiles y además perjudiciales, y de que uno se esfuerce en acallarlas, en silenciarlas, aprendiendo a relajar la mente siempre que se pueda. ¿Por qué estar balanceando el pie?, ¿por qué estar nervioso moviéndome de un lado para otro?, ¿por qué no aprovechar estos momentos para descansar? Si quiero pensar en algo, pues muy bien, pero para eso no necesito crisparme ni mover los pies, no pienso con los pies, no pensaré mejor crispando las manos o el vientre; al contrario, pensaré mejor cuando todo yo esté tranquilo y toda mi energía se invierta sólo en el acto de pensar.

Por lo tanto, hemos de aprender a aflojar esas pequeñas cosas, esas crispaciones; y podemos hacerlo. Naturalmente, si tenemos un problema muy serio esto será muy difícil, pero también es cierto que estamos muchas veces así por simple rutina, por hábito, porque nos hemos acostumbrado a estar así, y de la misma manera que nos hemos habituado a estar crispados, nos podemos acostumbrar a estar de un modo más natural, más tranquilo.
Éste es el primer paso. Si yo aprendo a tener momentos de silencio en mi vida, silencio en todo sentido -mental, afectivo, físico-, esto tendrá el efecto inmediato de que el ritmo de energía que esté circulando en mí, la energía que se está acelerando en mí y que se invierte de un modo u otro en actividades superfluas, no saldrá, porque durante el silencio desaparece el consumo de energía. Entonces, la energía que se produce en lo interno se irá acumulando de un modo consciente, con lo que aumentará, automáticamente, nuestra conciencia de nosotros mismos, nuestro poder personal, nuestra capacidad de acción.

Equilibrio de las funciones orgánicas

Ésta es otra consecuencia de la práctica del silencio en el plano más elemental. Muchas personas están sufriendo de disfunciones vegetativas -digestiones pesadas, insomnio, agitación nerviosa, etcétera-; es incuestionable que la tensión nerviosa habitual provoca en la persona una serie de trastornos funcionales. Si aprendemos a tener espacios de silencio, veremos que todos estos trastornos, estas disfunciones producidas por un estado de tensión permanente, desaparecerán por completo y todo se normalizará.

Equilibrio del nivel afectivo

El silencio tiene un efecto extraordinario sobre el nivel afectivo. En general, tenemos un estado de agitación afectiva, una inestabilidad, sentimos simpatías, antipatías, lo que nos gusta un día al siguiente ya no nos gusta, se producen altibajos con cierta rapidez; naturalmente que todos no nos manifestamos así y que detrás de estas variaciones hay algunas constantes; pero el hecho es que nuestra vida afectiva dista mucho de estar organizada, de estar centrada, y el silencio produce precisamente esto. El silencio permite que los sentimientos que tenemos dentro se aclaren y alcancen niveles de profundidad; para esto, es necesario que se ordenen y esto lo produce el silencio cuando se practica de un modo prolongado.
Por eso, vemos que las personas que viven aisladas, personas cuya actividad les lleva a estar completamente solos -por ejemplo, marinos, pastores, gente que está en observatorios, etcétera-, son personas que tienen un modo de pensar y sentir muy claro, muy definido y sólido; podrán tener una capacidad mayor o menor (eso depende de otras cosas) pero siempre hay una solidez, una seguridad, un aplomo, y eso es consecuencia de que en las horas, días y meses de soledad han ido cultivando insensiblemente este silencio y esto ha sedimentado lo que son sentimientos profundos (y también ideas profundas).
Hoy en día tenemos tantos estímulos, tanto movimiento, tantas ideas, que no hay tiempo para que se consolide nuestra personalidad de un modo profundo; no hay tiempo, siempre tenemos que atender cosas nuevas, no hay tiempo para «fijar» las cosas básicas, para filtrar ideas, sentimientos y estados. Y eso lo produce automáticamente el silencio.

Solidez mental

Con la mente ocurre igual. El silencio nos capacita para aclarar las ideas, pero no sólo las aclara sino que les da mayor fuerza de proyección por la energía que paralelamente se acumula. El silencio aumenta de un modo enorme el potencial de la persona. Las personas que han hecho grandes cosas, en general, son personas (como hemos dicho) que han pasado períodos de su vida en silencio, aisladas (en un monasterio, incluso en la cárcel o en el destierro); y es en estos períodos de aislamiento donde se va fraguando esa fuerza interior, esa «carga», ese potencial interior que la simple actividad nunca es suficiente para producir.

Conexión con nuestra mente subconsciente

Otra consecuencia de la práctica del silencio es que nos permite despertar nuestra sensibilidad a lo que son necesidades y estímulos interiores inconscientes. En este término de inconsciente se incluye la mente vegetativa, nuestro funcionamiento orgánico, nuestra salud. Esta mente es muy inteligente (afortunadamente para nosotros); nuestra mente vegetativa tiene una sensibilidad exquisita, una sabiduría extraordinaria, pero nosotros estamos tan preocupados siempre con nuestros problemas personales que no podemos atender a algo que nos parece inferior, y el resultado es que no nos enteramos nunca de las necesidades que hay dentro, ni atendemos lo que nos pueda sugerir o pedir nuestra mente vegetativa a través del subconsciente.

Si en el silencio aprendemos a estar más despiertos, más atentos a nosotros mismos, esta voz del subconsciente será cada vez más clara; así nos enteraremos cuando necesitemos algo determinado, podremos prevenir enfermedades, funcionar mejor orgánicamente e incluso ayudar a todo tipo de terapia.

También en el plano del subconsciente hay una sabiduría de nuestro ser psíquico, de nuestra vida afectiva, de nuestros deseos insatisfechos y de nuestras necesidades interiores relacionadas con lo vital y afectivo. Y aunque nosotros podemos volverle la espalda a nuestro subconsciente y atender sólo a lo que nos dice nuestra razón, eso es algo que no puede hacerse indefinidamente, pues aunque se trate de una necesidad sencilla, elemental, no hemos de olvidar que esto elemental, esta energía vital o instintiva es la que sostiene a nuestra personalidad. Por eso no podemos volverle la espalda, pues con ello estamos cortando nuestro suministro de energía, estamos bloqueando el canal por el que se nutre nuestro ser completo. Todo nuestro subconsciente es un extraordinario depositario de energía. Aprendiendo a colaborar con nuestro subconsciente es como hacerse amigo de un potentado en energía, la cual estará a nuestra disposición.

Además, nuestro subconsciente está constantemente captando del exterior una gran cantidad de datos mediante su percepción sutil. Muchas cosas las percibimos a través de nuestros sentidos pero hay muchas otras cosas que entran en nosotros sin que nos demos cuenta conscientemente. Gestos de las personas, flexiones en la voz, muchos datos recogidos durante años, todo esto queda registrado por el subconsciente y es un material muy importante a la hora de razonar y de decidir.

Nuestras razones, juicios y decisiones serán acertadas en la medida que los datos lo sean, pues a mayor cantidad de datos ciertos que tengamos sobre algo, más correcta, más justa, más auténtica será la solución que encontraremos. Por eso, aprender a estar abiertos a lo que dice nuestro subconsciente, dejando que sus impresiones y sus impulsos reciban audiencia en nuestra mente concreta, ensanchará nuestras posibilidades de conocimiento correcto y de decisión justa, tanto en lo que se refiere a la vida privada como a la vida profesional y social.

Tengamos, pues, esta puerta abierta a la percepción del interior, no para seguir a ciegas sus deseos o impulsos, sino para tenerlo en cuenta, como en un consejo de administración en que se escucha a todos, pero no para seguir lo que cada cual dice sino porque a través del registro de varias opiniones se pueda formar la opinión justa. Descubriríamos así muchas cosas de los demás; y habría en nosotros una especie de conocimiento que casi se podría llamar intuición -no lo es pero se le parece-, un juicio más acertado de las personas e incluso de los asuntos.

Despertar de la intuición

También el silencio es un medio extraordinario para afinar la voz de la intuición. La intuición es esa capacidad que tiene nuestra mente para percibir la verdad de las cosas.

Hay un nivel superior de la mente que está libre de las limitaciones de nuestra percepción habitual relacionada con el nivel de lo concreto, con el mundo espacio-temporal. Parece que en nosotros existe una dimensión en la que existe la certeza absoluta, de un modo que nos puede parecer extraordinario (si no imposible). Experiencias repetidas de muchas personas nos dan testimonio de esa facultad, de esta capacidad nuestra; no hablamos de los presentimientos, hablamos de la intuición, ese fenómeno puramente intelectual por el cual en un momento dado percibimos de un modo claro, frío, inmediato, evidente, la verdad de una cosa, sea lo que sea esta cosa; puede tratarse de cosas muy elevadas, de tipo filosófico, religioso, o puede referirse a cosas muy concretas de nuestra vida cotidiana.

Normalmente esa intuición está despierta, lo que ocurre es que nuestra mente consciente no está sintonizada nunca con este nivel intuitivo, porque como siempre está tan ocupada con sus problemas personales no puede atender a nada más. Estamos tan obsesionados con los problemas del yo y con los problemas que están relacionados de un modo u otro con nuestra personalidad concreta que aunque nos estuvieran gritando a voces la solución desde arriba, nuestra propia preocupación, nuestra crispación mental nos impediría ser sensibles a esa voz de la intuición, la cual podría funcionar en nosotros casi de un modo permanente si estuviéramos más abiertos.

Despertar espiritual

Por último, el silencio es un medio extraordinariamente rápido para llegar a eso que llamamos la realización espiritual. Hasta ahora hemos hablado de ventajas en el orden concreto o en la personalidad exterior, en la vida activa. Pero en lo que se refiere a la vida espiritual el silencio es también una clave maestra.

El silencio nos abre paso hacia Dios. Pues lo único que nos impide ir a Dios es nuestra agitación, nuestro tumulto interno, nuestra crispación, nuestro engreimiento. Hacer silencio significa dejar al yo-idea tranquilo, soltar todo y permanecer muy despiertos en busca de lo que es la verdad, muy atentos a lo que es el ser, a lo que es la fuerza. En el silencio debe soltarse todo pero permaneciendo despiertos por dentro, mirando sin mirar nada, escuchando sin escuchar nada, sólo con nuestra capacidad central de estar atentos dejando abierto nuestro ser. Entonces nuestra mente pasará a través de tres mundos: los de la percepción física, de la percepción afectiva y de la percepción mental; y llegará de un modo directo a poder sintonizar con lo que está más arriba de estos niveles personales.

Cuando hacemos el silencio del yo, Dios se manifiesta de un modo abierto a través nuestro. No es el yo el que ha de encontrar a Dios, por lo tanto no me he de agarrar a mi yo para subir hacia Dios. Al contrario, yo me he de soltar para entregarme a Dios, yo me he de abrir para que Dios se manifieste a través mío. Eso es importante, porque a veces, con la buena voluntad de perfeccionarse en la vida espiritual, uno hace esfuerzos para conseguir tal cosa o tal otra, que aunque puedan ser cosas muy buenas nunca pueden conseguir ese resultado final que es el que Dios tome posesión de nosotros de un modo pleno. Esto sólo ocurrirá cuando yo abra las puertas, los brazos, la mente, cuando abra el corazón y haga silencio total.

La práctica

Podríamos decir que existe el sistema grande y el sistema pequeño. El sistema grande se refiere a poder hacer periódicamente retiros de varios días en los que uno se propusiera estar en completo silencio externo y también (lo más posible) interno. El efecto que eso produciría en las personas sería extraordinario. Esta disciplina, este esfuerzo de no hacer esfuerzo, ese esfuerzo de no agitarse, eso tendría un efecto sedante y a la vez estimulante realmente transformador. Naturalmente, a esto se opone nuestra inercia mental, que nos hace creer que estar en silencio es estar sin hacer nada, es perder el tiempo; siempre hay que hacer algo, y si no hay nada que hacer entonces creemos que lo mejor es distraerse buscando estímulos artificiales.

Pero esto es un truco, una trampa que hace nuestro yo-idea para no soltar presa, para no soltar todos los mecanismos compensadores a los que está agarrado.

Sería ideal poder practicar periódicamente un día o dos de retiro en silencio.

Pero también existe la práctica pequeña, diaria, la cual ya se ha expuesto en la primera parte de este libro. De todos modos, queremos insistir en la importancia de buscar (aparte de la práctica) unos paréntesis en la actividad para hacer simplemente un minuto de silencio, relajándose, integrando el cuerpo, el estado de ánimo y la mente, estando sentado, echado (o como sea), pero aflojando todo (cuerpo, ideas, emociones) y escuchando el silencio.

Así descubriremos que lo que silenciamos es algo relativo, transitorio; y que la ausencia total de actividad es la mejor preparación para que después haya una actividad plena. Estamos tan llenos de cosas que nunca tenemos tiempo para ver quién es el que está detrás de todas estas cosas, de ver quién es el verdadero protagonista. Siempre estamos pendientes de los personajes de nuestra vida, de las cosas, pero nunca de nosotros mismos; para acercarnos a nosotros mismos debemos desprendernos de todo lo que esté sobrepuesto a nosotros mismos y así llegar a lo más esencial: el ser que somos.

Trascendiendo lo personal

Toda la publicidad que pueda hacerse del silencio es un contrasentido, sólo puede decirse que el silencio es el gran Maestro, pero lo es a condición de que uno sea el gran discípulo y aprenda a vivir la lucidez y la atención dentro del silencio. Si no existe esta presencia de totalidad interior, entonces la práctica se convierte en una siesta.

Pero mediante la práctica correcta llega un momento en que se entra en la cámara secreta -como dicen algunos textos-, en ese gran vacío, en esa oscuridad, y eso es como una gran revolución, un gran descubrimiento. Pero no es que uno descubra el vacío, sino que descubre la solidez de lo que llamamos vacío, descubre la luminosidad de la oscuridad; y descubre que precisamente es de este vacío y de esta oscuridad de donde procede toda cosa, toda luz, toda realidad.

Cuando uno llega a vivir un poco de esta realidad entonces se produce una gran paradoja: la de que es posible que haya un silencio interior en medio del ajetreo diario y del ruido exterior. Al principio ocurría al revés: se podía ir acallando el exterior pero el interior no era posible; pero cuando después de mucho trabajo se ha logrado penetrar, entonces uno se convierte en eso y eso es lo único que permanece. Y dentro de este silencio, de este vacío, de esa conciencia de realidad, de luminosidad y de plenitud es donde se produce todo, el movimiento, la agitación, las formas, las cosas que llamamos materiales, afectivas, incluso las mentales; todo se produce dentro de esta conciencia de vacío que es a la vez la única conciencia de plenitud.

Hay que aprender a estar en el silencio con toda nuestra alma y todas nuestras fuerzas, porque realmente encontraremos obstáculos procedentes de nuestra alma, de nuestra mente y de nuestras fuerzas; todo se erigirá en obstáculo en el momento del trabajo interior.

Cuando uno aprende a estar en silencio es cuando ve las cosas al revés de la trama; ahora estamos mirando las cosas en virtud de su forma, de su movimiento, pero estas mismas cosas por detrás son distintas, y sólo cuando a través del silencio aprendemos a estar al otro lado y comprendemos el verdadero sentido, la trama del tejido de la vida, cómo está hecho y cómo se está haciendo; entonces realmente percibimos.

Lo único que nos da el sentido es lo que está al otro lado, pero nosotros nos hemos inventado otro sentido mirando por el lado que no es el verdadero. Es algo parecido al hecho de observar una alfombra tejida a mano; por un lado hay unos tejidos preciosos, en cambio por la otra cara el dibujo no tiene sentido. Pues bien, nosotros estamos mirando siempre por el lado que no tiene sentido; y como nos hemos esforzado en hallárselo, por eso hemos elaborado tantas teorías. Pero el día que podemos pasar al otro lado se nos hace patente el verdadero sentido de aquellos hilos que aparecían sueltos, somos de repente testigos de un gran descubrimiento.

Hay muchos grados en el camino del silencio y el único modo de conocer estos grados consiste en traspasarlos. Hay que estar un rato en silencio procurando que primero calle el cuerpo, después las emociones y después la mente; y una vez conseguido esto, hay que volver a empezar para que se callen más el cuerpo, las emociones y la mente. Y cuando esto está conseguido hay que aflojar y silenciar aún más la mente, y desde ella todo el resto.

No hay que permitir que se produzca ningún estado de apagamiento mental ni de dispersión. La mente debe estar toda ella centrada, entera, mirando el acto de ver, con toda la inteligencia, como si se estuviera mirando la cosa más apasionante del mundo. Entonces se producirán una serie de fenómenos interiores, de descubrimientos; empezaremos a ver por vez primera cómo funciona el cuerpo por dentro, cómo funcionan las emociones, cómo funciona la mente. Uno ve cómo se forman las ideas -sin proponérselo-, uno ve dónde viven las cosas dentro de uno, y uno empieza a descubrir que ese mundo de emociones, ideas y sensaciones físicas es externo a uno mismo. Hasta entonces decimos: «todo esto está dentro de mí»; pero al entrar en el silencio se descubre que todo eso ocurre fuera de uno mismo.

Practiquen sólo diez minutos cada día este silencio lúcido, despierto, y consigan que día tras día estos minutos sean más auténticos; eso es lo que importa. Si notan que están distraídos o medio dormidos no sigan, no continúen; quizá no sucedería nada y se pasaría al sueño corriente, pero tal vez podría ser perjudicial, en el sentido de disminuir el coeficiente de lucidez intelectual.

Pero cuando en la práctica se aprende a mantener esa presencia de sí mismo, esa cohesión, entonces el silencio aclarará y ampliará en gran manera el potencial intelectual porque en el fondo la mente está conectada con su verdadera fuente, con su origen; y por unos instantes deja de consumirse y de malgastar energía en ideas parásitas, absurdas y superficiales. Entonces está toda la mente abierta a su fuente, sin consumo, sólo recibiendo la influencia, la energía y la luminosidad de los planos superiores.


EL PROGRESO EN EL TRABAJO INTERIOR


Las técnicas por sí solas no son suficientes

Hay muchas personas que practican diversas técnicas -concentración, oración, silencio, etcétera-, pero hemos podido comprobar que gran número de estas personas al cabo de varios años de practicar siguen más o menos igual que al principio. Entonces llega a ser inevitable la pregunta: ¿realmente las técnicas conducen a algo?, ¿por qué tantas personas no consiguen nada concreto después de años de prácticas? Pues porque no basta trabajar con un sentimiento general de satisfacción producida por el convencimiento de vivir para algo o de dirigirse a alguna parte; naturalmente, esto también cuenta, pero por sí solo es muy poco.

Cuando sabemos que existe una realidad extraordinaria que sobrepasa todos los valores conocidos y tenemos la intuición de su existencia, entonces el hecho de ir viviendo año tras año y no experimentar que esa luz se acrecienta de un modo ostensible en nosotros resulta verdaderamente lamentable, decepcionante.

Muchas personas practican y pocas llegan, ¿por qué?; sencillamente porque lo que nos hace llegar no son las técnicas por sí mismas, lo que nos hace llegar es siempre el propio impulso que nos empuja a trabajar. Las técnicas, aunque son interesantes como posibilidad, como fenómeno, como factor organizador del trabajo, nunca son el aspecto más eficiente en nuestra transformación interior. Nuestra transformación no la producen las técnicas, sino que se consigue gracias a las fuerzas que vienen de los niveles superiores, espirituales, y se manifiestan en nosotros.

Las técnicas no resultarán eficaces si nosotros no transformamos nuestra postura básica, nuestra actitud mental, nuestra disposición interior. Si no existe esta actitud, tomaremos las técnicas como tomamos tantas otras cosas en la vida, y lo único que haremos será aprender a dormirnos rápidamente mecidos en las mismas técnicas. Quizá sea un consuelo para algunos (un triste consuelo) saber que este problema existe en todas partes; incluso en Oriente, en los ashrams de los grandes maestros, donde se practica una intensa vida interior. Un maestro hindú que dirige un ashram en Europa, confirmándome este hecho, me dijo: «Vienen muchas personas las cuales, encantadas con el ambiente que encuentran aquí, de comprensión, de espiritualidad, de paz, de aspiración, se quedan con nosotros. Pero luego se duermen y se pasan año tras año vegetando, sin progresar. Externamente hacen todo lo establecido, tienen un gran espíritu de servicio, un gran interés y no obstante no se transforman por dentro». Por eso, los maestros muchas veces no hacen nada para impedir que algunas personas se vayan del ashram, e incluso en algunas ocasiones lo procuran al ver que en aquellas personas falta la condición básica para su progreso interior.


La actitud fundamental al practicar las técnicas

Las técnicas por sí solas no bastan pero tampoco por eso hemos de desconfiar de ellas. Simplemente hemos de entender con claridad que el progreso dependerá de la medida en que estemos renovando instante tras instante nuestra actitud mental, en que estemos haciendo un trabajo de convergencia total, de focalización de todas nuestras fuerzas mentales, físicas y afectivas hacia el objetivo de querer alcanzar algo nuevo.

Esta actitud la hemos de mantener en cada instante del día. Aprender a estar despierto sólo en el momento de la práctica es, sencillamente, aprender a estar dormido fuera de ella. Cuando uno se despierta, ha de hacerlo totalmente; y si uno no está despierto durante el resto del día es que tampoco está realmente despierto durante las prácticas; sencillamente, es que en ellas ha aprendido a dormir de un modo diferente.

Para transformarse hay que estar aplicando constantemente toda nuestra capacidad, todo nuestro interés y atención, a fin de vivir cada momento de un modo nuevo, total, más profundo, más sincero. El trabajo interior no es para hacerse de siete a ocho y ya está, sino que cuando se emprende de verdad produce un cambio definitivo en la actitud global de la persona, y por lo tanto se manifiesta a través de toda su actividad en todo momento y en cualquier lugar en que se encuentre.

Para encauzar nuestro impulso, considero que antes de trabajar en este terreno (en cualquiera de las técnicas), lo primero que debe hacerse es definirse muy claramente precisando con exactitud qué es lo que realmente se desea. Y que este planteamiento de lo que uno desea se haga con toda sinceridad, o sea, no con la cabeza, pues la sinceridad casi nunca procede de la cabeza; la sinceridad es sobre todo del sentimiento, pero del sentimiento profundo. También ha de intervenir la cabeza, naturalmente; pero no es este sector de la mente -donde tenemos almacenada tanta información, tantos datos, libros y conferencias- el más importante en este sentido. El más importante es un sector más interno, que es el único que nos queda cuando nos encontramos en un momento de peligro, o cuando nos encontramos frente a la muerte. Entonces nos encontramos realmente solos y toda la cultura que hemos adquirido no nos sirve absolutamente para nada. Es este sector de la mente el que nos permite tener conciencia clara, profunda, de nosotros mismos. Éste es el que ha de actuar a la hora de decidir en las cosas importantes.

Cuál debe ser el objetivo de nuestro trabajo interior

No se trata de que uno quiera convencerse a sí mismo de que le interesa tal objetivo o tal otro. Se trata de que uno aprenda a ver con claridad lo que realmente necesita, porque es absurdo empeñarse en pretender algo diferente de lo que es su propia aspiración interior. Uno no está obligado a buscar nada más que aquello que en su interior está empujando sinceramente. Y si pretende buscar algo más que esto o algo diferente de lo que interiormente le empuja, se está falseando, está mintiéndose a sí mismo. Hemos de encontrar nuestra verdad y entonces sabremos lo que buscamos; hemos de aprender a ver cuál es realmente nuestra necesidad y no engañarnos introduciendo artificialmente necesidades del exterior creyendo después que son nuestras.

Pues todo lo que anhelemos de verdad, todo deseo que esté profundamente vivo y que se mantenga de un modo habitual en nuestro interior, es la demostración, la prueba, la garantía de que tenemos la capacidad de convertirlo en un hecho real. Nunca podemos tener una aspiración auténtica hacia algo si en nosotros no está esto mismo empujando desde dentro; no tendría esto ninguna posibilidad de aparecer en mí si no estuviera ya dentro de mí. Por lo tanto, lo que hemos de hacer no es nada más que dejar paso libre para que lo que está latente dentro se abra camino hacia nuestra mente consciente y se establezca así una unidad de conciencia. No es una adquisición de nada nuevo, sino un despliegue, una actualización de algo interno.

En relación a Dios (o a lo que llamamos divinidad, o espíritu), no necesitamos pruebas racionales acerca de su existencia, porque aunque las busquemos nunca las encontraremos en grado suficiente. La única prueba que nos asegura su existencia es precisamente nuestra intuición de la realidad trascendente, total, única; ésa es la prueba absoluta y definitiva. Porque lo que sean argumentos de la razón, aunque parezcan muy lógicos, muy bonitos, muy precisos, tienen su límite dentro del campo mismo de la razón. En realidad no es nuestra razón o nuestro pensamiento racional el que busca la existencia de Dios; eso no entra en sus funciones. La necesidad de lo trascendente surge de algo que trasciende a la mente racional.

Es la intuición (que está por encima de la mente racional) la que de algún modo percibe (y acepta) que existe algo, pues eso que ve en el nivel intuitivo no es algo que le sirve de prueba, sino que es la cosa misma que se deja ver. El hecho de que nosotros tengamos la aspiración demuestra no sólo que aquella realidad existe (y de que existe en nuestro interior), sino también que la podemos alcanzar; y además, que es ella la que ya nos está alcanzando.


Hemos de contrarrestar la idea que todavía persiste de que nuestro desarrollo se producirá a base de adquirir cosas del exterior. Del exterior podemos aprender la técnica y otras muchas cosas, pero el anhelo de realidad y de crecimiento, y especialmente la experiencia misma de la realidad, eso sólo lo podremos conseguir dejándole paso libre para que se abra dentro de nuestro interior.

El yoga del instante

A veces nos planteamos de qué modo podríamos ir más aprisa, porque todos tenemos prisa, o por lo menos lo decimos.

Las técnicas representan un modo de ejercitarnos, pero la vida cotidiana nos está ofreciendo constantemente una cantidad de modos de trabajo riquísimos, amplísimos, los cuales hemos de aprovechar. Si aprendiéramos a responder bien ante cada situación de la vida lo mismo en las cosas más sencillas y corrientes como en las más complejas, lo mismo en las más agradables que en las desagradables, si aprendiéramos a mantener siempre esta misma valoración y esa disposición que tenemos en los momentos de las grandes aspiraciones, todo se convertiría en técnica, todo se transformaría en un medio magnífico de progresar.

Este proceso de actualización consiste en procurar estar cada vez más abierto mental y afectivamente, con la mente lúcida y despierta tanto hacia dentro como hacia fuera; y eso hará que cada instante se convierta para nosotros en una oración verdadera, en una práctica de auténtica concentración. Cada instante nace del centro, viene del centro y es una manifestación del mismo; en consecuencia, es un camino hacia el centro. Cada instante es una oportunidad total.

Este aprendizaje para vivir las situaciones de un modo total, pleno, no lo debemos ni podemos encerrar dentro de un horario. Es nuestro propio ser el que ha de hacerse consciente en nuestra conciencia vigílica; para ello hemos de despertar en cada momento, hemos de dejar que el amor fluya a través nuestro en cada instante, hemos de aprovechar cada ocasión para que nuestra mente esté toda ella más abierta, más penetrante, hacia fuera para captar las cosas y hacia dentro para intuir la verdad de la cual estas cosas son sólo una manifestación, un reflejo. Entonces tendremos, en cada momento, el yoga del instante.

Debemos estar más presentes en cada instante. Si, por ejemplo, yo estoy hablando, he de aprender a estar todo yo más presente en lo que digo, tanto en la idea que fluye de mí -sea de la mente personal, sea de mis niveles espirituales-, como a la conciencia que tengo de los demás, no sólo visualmente sino también como conciencia de ellos en cuanto personas que sienten, viven, desean y temen (de todo su mundo interior). Cuanto más permeable sea yo, cuanto más deje vía libre a este circuito dinámico, más se desarrollará en mí la capacidad para ver claro, tanto dentro como fuera de mí mismo.

Esto mismo podemos aplicarlo cuando estamos leyendo o escuchando. Ahora, por ejemplo, ustedes me están escuchando; si aprendieran a escuchar del todo, comprenderían no sólo lo que digo externamente sino también lo que hay en mi mente detrás de las palabras, las resonancias que existen en mi interior; y no sólo eso, sino que al mismo tiempo sentirían sus propias resonancias, su comprensión y la respuesta que viene de sus niveles intuitivos o afectivos. Se trata de acercarse un poco más a esta realidad interior, de abrirse un poco más a la luz, pero no por las ideas que se comunican -pues las ideas, en tanto que ideas, no sirven para gran cosa-; lo importante es el punto del cual proceden las ideas, y el punto desde el cual pueden ustedes reconocer las ideas. Las ideas no son más que un símbolo, una contraseña para enterarse de algo que está más allá de la contraseña misma. Las palabras tienen siempre ese carácter de símbolo cuando brotan, cuando proceden directamente de la fuente. Y el que está atento sabe remontarse del símbolo a la cosa simbolizada, de la manifestación a la causa que la produce.

Esto que explico puede aplicarse a cualquier situación: cuando leemos, cuando estamos hablando a un niño pequeño, cuando tenemos que soportar las molestias de las otras personas, cuando llegamos tarde o cuando tenemos dificultades económicas; en cada instante se presenta una nueva ocasión. Esta ocasión no la hemos de ver sólo cuando estamos con personas simpáticas, agradables, elevadas, está en todas las situaciones, nos gusten o no nos gusten, aun en las más insignificantes.

Pero nuestra actitud nos induce a encerrarnos en los moldes de la forma exterior, y sólo determinadas formas nos parecen aptas para evocar ciertas realidades superiores. Esto sucede porque nosotros, en las formas concretas, no ponemos nada más que nuestra visión concreta y no nos abrimos a la resonancia espiritual que podría evocarse en nosotros. Si supiéramos poner en cada cosa toda nuestra capacidad interior de sentimiento y resonancia, dentro de cada una de ellas, en el fondo, en el centro, en su alma, encontraríamos siempre la misma realidad, porque lo mismo que hay en nosotros eso mismo existe absolutamente en todo.

Y es que lo esencial es nuestra actitud interior. Nuestra mente, nuestra voluntad y nuestra afectividad han de estar todas ellas despiertas y vigilantes penetrando cada vez más dentro de las cosas, de las situaciones. Ha de haber esta actitud de penetración en línea recta, sin apoyarse en la superficie, en la apariencia, sino mirando directamente la situación para sentirla en todo su contenido y profundidad. Pero para eso es necesario que esté todo yo, es preciso que por dentro deje libre el camino a toda mi capacidad de mirar, a toda mi voluntad de buscar, a toda mi posibilidad de sentir.

La intuición nos guía y hace fecundas las técnicas

Hemos de ser exigentes y consecuentes con las intuiciones que tenemos o que se nos presentan en ciertos momentos de manera clara e imprevista.

Es difícil de llegar a la intuición si es que uno se propone alcanzarla. Pero al hablar de intuición nos referimos no a algo que hayamos de alcanzar sino a la intuición que nos alcanza a nosotros, que se manifiesta en nosotros. Esto se produce, por ejemplo, cuando percibimos que la cosa ya está ahí, ya existe; como cuando en nosotros aparece la clara evidencia de que hay una fuerza y una mente universales, que hay un sentido universal en las cosas y en todo cuanto existe; no cuando yo a través de una serie de razonamientos o de deducciones llego a concebir que hay una inteligencia. Esto, como producto de un proceso, no sirve para gran cosa, no es operativo en el sentido de la realización que estamos explicando.

Todo lo que se manifiesta en nuestro psiquismo participa de la naturaleza de su origen; por lo tanto, lo que sentimos como una intuición (o aspiración auténtica) es una preconciencia de la posibilidad real de desarrollo de esta misma cosa, cualidad o estado, se trate de la potencia, de la grandeza, del amor, etcétera.

El objeto último de las técnicas

Si no existe una lucidez constantemente renovada, una actitud de penetración, las técnicas son otro modo de anestesiarse. Cuando se consigue adoptar la actitud correcta al practicar las técnicas, entonces uno va realizando un entrenamiento especializado en alguna dirección o en algún aspecto determinado de la vida. Pero en último término esto ha de servir para saber adoptar esa misma actitud en todas las direcciones y frente a todas las situaciones de la vida.
Si aprendemos a poner en marcha nuestra capacidad, la que tengamos ahora (aunque de momento sea pequeña), y esta actitud la renovamos continuamente, conseguiremos adelantar muchísimo en poco tiempo y nos ahorraremos el trabajo especial de las técnicas. De hecho, las técnicas son el precio de nuestra pereza; las técnicas representan algo parecido a darnos cachetes sistemáticamente para evitar quedarnos dormidos.
El objeto último de las técnicas es en realidad el poder llegar a prescindir de las técnicas. El tener que estar practicando una técnica toda la vida indica que, en el mejor de los casos, no hemos superado aún el período de entrenamiento.


ESFUERZO Y PASIVIDAD EN EL TRABAJO INTERIOR

La evolución se origina en lo superior

Hemos visto que el efecto que producen las técnicas es el de una progresiva transformación de las formas. Con ello también vemos que el progreso, la evolución, consiste en la transformación de todo lo que son formas o estructuras, en todos los niveles. En todos los niveles significa que hemos de considerar formas todo lo que se manifiesta fenoménicamente, sin excluir nada, ni a nuestras ideas; sin excluir nada aunque se trate de los órdenes más sutiles de la vida, como lo es el del pensamiento.

El trabajo, pues, va operando una evolución en las formas. En lo que se refiere al cuerpo se produce la sutilización progresiva del organismo físico -de las energías que circulan por él-, capacitando a la persona para tomar una conciencia más clara de sí misma y aumentando su equilibrio y capacidad de concentración. A través del trabajo mental se van adquiriendo cada vez unas ideas más elevadas, más amplias, más de acuerdo con lo que son las ideas arquetípicas, y esta armonización capacita para sentir la resonancia de lo interno y encontrar esa verdad que intenta filtrarse a través de la mente.

Por otra parte, también hemos visto que se puede trabajar directamente sobre los estados de conciencia. En principio, la conciencia no es nada más que el resultado de la mente en contacto con las formas -y, claro está, a medida que se desarrollan las formas esto permite que la conciencia evolucione automáticamente-, pero, además, la conciencia tiene ya por sí misma un poder de transformación. O sea, que podemos actuar no sólo sobre las formas más externas de nuestra personalidad sino que podemos hacerlo también directamente sobre nuestros estados de conciencia: mediante la atención sostenida (de la que ya hemos hablado varias veces), la disciplina de la actitud, etcétera; y eso permite asimismo producir unas transformaciones en nuestra mente, en nuestro estado afectivo e incluso en nuestro organismo físico.

Pero esta evolución progresiva se basa siempre en un trabajo, en un esfuerzo. Es lógico que (desde un punto de vista humano) veamos la evolución de este modo, es decir, que la veamos como una progresiva transformación desde nuestro estado actual hasta poder llegar a otro estado que se intuye, al que se aspira; y considerada así aparece como una evolución de abajo hacia arriba. Sin embargo, el verdadero sentido de la evolución no lo hallaremos nunca en esta dirección, ya que su significado real se produce de arriba hacia abajo.
Las cosas no son tal como nosotros las vemos, las cosas son tal como la mente que las produce hace que sean. Por eso, para poder entender la evolución debemos tratar de situarnos en la mente superior, en la mente trascendente, es decir, en la voluntad de Dios o en la de la Providencia divina (o mundo sobrenatural); y sólo entonces las cosas empezarán a tener sentido. Porque la evolución no es un mecanismo que produce un ascenso como se produciría por el hecho de ir acumulando piedra sobre piedra y así se va elevando la altura; la evolución no es eso, sino que la evolución es en realidad un proceso de atracción que se origina en algo que aspira desde arriba, se trata de una fuerza que atrae. También puede entenderse como una fuerza que desde abajo empuja hacia arriba, pero que procede de arriba y tiende a volver a subir. La razón de la evolución debemos buscarla arriba, debemos buscarla en su origen y en su término que son uno y el mismo.
Es fundamental conocer las técnicas, los modos de trabajo, o sea, todo aquello que depende de nuestro esfuerzo, de nuestra capacidad humana de trabajo. Pero se ha de llegar a un punto en que hemos de volverlo todo del revés y aprender a ver que ese trabajo de maduración interior, de evolución, no se produce en virtud de nuestro trabajo sino de una acción especial, específica, que constantemente está viniendo desde arriba, desde los niveles espirituales.

Esta influencia, esta atracción que procede de lo superior es lo que a veces se ha llamado la Gracia. La Gracia se ha de entender en un sentido muy amplio, como todo lo que es auténticamente espiritual. Respecto a determinadas palabras nos hemos acostumbrado a unos conceptos un poco rígidos (quizá derivados de un determinado tipo de educación religiosa), y separamos artificialmente esa acepción de otras que también son fundamentales, que son inherentes a la misma cosa, pero que no nos las han enseñado. Así, la Gracia es esa fuerza, esa realidad que procede de Dios, del nivel de la Realidad absoluta, y que se infunde en la naturaleza; y más especialmente en el hombre, al que moviliza, dinamiza, haciéndole sentir esta urgencia, esta necesidad de absoluto, esta sed de infinito.

Lo que nos empuja hacia arriba es lo que desciende de arriba. No son ni nuestra mente, ni nuestro cuerpo, ni nuestro sentimiento, aunque esta fuerza de la gracia se exprese a través de nuestros sentimientos y de nuestra mente. No somos nosotros los que alcanzamos la realización, los que adquirimos la perfección; siempre es esa gracia, ese poder superior que baja, que penetra, y que nos eleva. Cuanto más intensamente se pueda expresar esa gracia, esa fuerza superior, entonces decimos que hay perfección, amor, bondad, verdad.

Hemos de ver muy claro que toda cosa positiva que tiene un carácter trascendente procede de lo trascendente y que no es nuestra en tanto que personas concretas, individuales, separadas; simplemente nos es dado, se manifiesta en nosotros, pero no es de nuestra propiedad. Por lo tanto, nunca puedo decir «yo estoy realizado» o «estoy realizándome». En la medida en que digo «yo alcanzo la realidad» o «yo soy perfecto», en esta misma medida estoy negando esa realidad y esa verdad. Nunca soy «yo» el que hace, alcanza o posee, al contrario, el yo sólo puede entregarse, abrirse, y entonces queda invadido por la realidad, por la verdad.

El orgullo, obstáculo para el progreso interior

Éste es un problema que se presenta a toda persona que siente la aspiración hacia lo superior. Uno puede dedicarse al trabajo interior con muy buena voluntad, con muy buena fe, y encontrarse una y otra vez con ún obstáculo que le impide llegar al término de su trabajo; este obstáculo es el orgullo.

El orgullo procede de un defecto de visión que hace que uno se sienta a sí mismo como centro de la realidad y actúe de acuerdo con este modo de sentirse; y precisamente porque se sitúa y actúa como centro de la realidad, este gesto interior, esta postura, le impide abrirse a la Realidad.

Cuando uno ha trabajado en los niveles o estructuras que están por debajo de la mente -en los planos emotivo, físico, y a través de toda la gama de sentimientos y aspiraciones-, entonces es cuando llega el momento en que uno debe descubrir que esa conciencia que tiene de sí mismo ha de penetrar en un mundo que lo trasciende, que es mucho mayor, infinitamente mayor que el yo, tal como lo vivíamos hasta entonces. Y mientras uno siga trabajando y apoyándose en el ideal inicial del yo, no podrá dar el paso siguiente.
Quisiera poder transmitir esto con claridad.
Yo tengo poder respecto a todas las cosas que dependen de mi estructura mental, que están subordinadas a mi mente, pero yo estoy subordinado a una realidad mayor que es mi causa, mi razón de ser. Esta causa es la «mente» que me mantiene y me sostiene y hace que yo sea y exista; y cuando he cumplido mi labor en todo lo que afecta a mis niveles mentales o personales entonces el trabajo consiste en que yo desaparezca como protagonista, como autor, como centro o punto de apoyo.

En las técnicas soy yo a partir de mi mente y de mi voluntad el que estoy manejando las energías y mis estados interiores para conseguir unos resultados. En cambio, desde este nuevo punto de vista, el trabajo consiste en que yo deje de hacer, deje de ser el punto de apoyo, el punto de partida.

¿Cómo se hace esto? Éste es el camino de la sencillez, de la simplicidad, de la verdadera humildad. Por eso señalaba que el obstáculo mayor, el único obstáculo podríamos decir, es el orgullo; ese orgullo que nos hace pensar que somos el centro y que nos hace sentirnos como lo más importante, y que nos hace actuar en conformidad con esta forma de pensar y sentir, de modo que estamos girando o intentando que todo gire alrededor de esta idea y de este sentimiento del yo.

Uno de los defectos más sutiles se produce cuando estamos demasiado preocupados por nuestro progreso interior. Esta preocupación es también una manifestación del orgullo. La ocupación en el progreso es una demostración de la acción de lo superior en nosotros, pero la preocupación es un indicio de falsa autoestimación. Hay que distinguir: no hemos de preocuparnos, hemos de ocuparnos. Cada vez que insistimos con demasía sobre este asunto, allí está el yo, contrastando, comparando, reaccionando, y de nuevo estamos girando alrededor del yo. Para dejar paso a la vida de un modo pleno en nosotros hemos de trascender por completo esta noción del yo personal.

Estamos intentando atrapar lo divino, lo espiritual, para incorporárnoslo al yo del mismo modo que hemos incorporado conocimientos, prestigio, afectos y otras muchas cosas. He de darme cuenta que aquí la posición cambia por completo, que no soy yo el que he de incorporar, no soy yo el que he de coger algo para subordinarlo a mí mismo, sino que respecto a lo trascendente soy yo el que he de ser cogido, es mi propio yo el que ha de ser reintegrado a su fuente absoluta para que se consuma su plenitud final.

Las dificultades: un medio eficaz para curar el orgullo

El orgullo es el problema más difícil de resolver y por eso no nos ha de extrañar que quien desee trabajar de veras en la vida espiritual se encuentre enfrentado a dificultades, problemas y contrariedades de todo tipo, y que muchas veces sea víctima de grandes injusticias. ¿Por qué? A veces porque la persona se «desconecta» de su entorno y no sabe ver las leyes más simples de la vida. Otras veces esto sucede porque sólo cuando la persona se encuentra con dificultades, cuando tiene que movilizar todos sus recursos interiores, cuando se enfrenta con cosas imposibles -cuando vive su impotencia, su limitación, cuando se da cuenta de que está ante algo que no puede solucionar, cuando se enfrenta a la crítica, al ridículo, inerme, sin poder hacer nada-, si sabe estar atento y consciente, aquello se convierte en una oportunidad extraordinaria para descubrir la no-realidad de su yo personal.

Sólo cuando uno se enfrenta con la negación de todo aquello sobre lo que se apoya es cuando puede neutralizar y deshacer la crispación que se ha formado sobre la idea de sí mismo. Cuando uno ve atacado y destruido todo aquello que uno quería del modo más vehemente, entonces descubre que realmente ha sido un imbécil toda la vida, que ha estado jugando a ser un gran personaje y se lo ha creído, cuando en realidad todo lo que tenía de verdaderamente bueno le ha venido siempre no por sus propios méritos, sino de la única fuente de donde procede todo lo bueno.

Es preciso pasar por una especie de inmolación de lo personal. Sólo cuando uno afronta una y otra vez las dificultades, los obstáculos, las críticas, los desengaños, y no se limita a quejarse, a exclamarse, a hacerse la víctima, sino que se abre a la situación y procura ser consciente de sí y de la situación, entonces es cuando se produce la disolución de esa crispación, de ese gesto, de ese nudo que tenía en lo más profundo de su mente. Entonces es cuando se abre el paso al poder de la gracia que penetra y por sí mismo transforma, eleva, llena.

Hemos de llegar a comprender que todo nuestro trabajo de mejoramiento y de realización está protagonizado por Dios. No somos nosotros quienes trabajamos, quienes mejoramos, no somos nosotros quienes tenemos más virtud, más amor, más comprensión, más interés, ni más sabiduría. Es sólo la luz de la Verdad, la fuerza del Amor, la potencia de la Energía absoluta las que se manifiestan un poco más a través de nosotros y permiten que nuestra tontería quede en un segundo plano y se exprese un poco más la brillantez interna, la luz que nos llega de lo superior.

No hemos de crisparnos sobre nuestro trabajo de mejoramiento. Hemos de trabajar y a la vez hemos de abandonar todo trabajo, hemos de darlo todo, pero como si no hubiéramos hecho absolutamente nada. Hemos de aprender este doble gesto, este doble movimiento, de nosotros hacia arriba y, después, de arriba hacia nosotros; abrirse a la gracia es tomar el atajo más rápido que hay, no para llegar sino para permitir que nos llegue la verdad, la realización.

Qué es la Gracia y cómo dejar que obre en nosotros

La gracia no es un poder especial, extraño y difuso. La gracia es algo muy concreto. Es fundamentalmente una energía de una potencia extraordinaria que no depende de nada de nuestras ideas, ni de nuestros sentimientos. La gracia es la manifestación más elevada de la energía; irradia por sí misma y no está sujeta a ningún vaivén. Esta fuerza inherente a la gracia es la que nos da esa intuición de realidad y la que nos capacita para hacer las cosas que debemos hacer.
La gracia es también conocimiento, pero es un conocimiento directo de la verdad. De la verdad superior pero al mismo tiempo de la verdad de las cosas y de nosotros mismos. Tiene el poder de rectificar, de configurar y de transformar las cosas para adaptarnos realmente a lo que es la verdad. Poder abrirse inteligentemente, conscientemente, al mundo de la gracia es permitir que actúe en nosotros la mente auténtica, superior; entonces todo lo que depende de nuestra mente va situándose en su lugar.

Y la gracia, por último, es amor, verdadero amor. No el amor que me tengo o que me tienen a mí, sino ese amor que se manifiesta a través de mí y que es el único auténtico. Cuando uno logra abrirse a estas realidades y aprende a ser consecuente con estas nociones e intuiciones que le vienen de lo superior, uno se va afinando. Pero el proceso es largo, pues hasta que no se ha transformado por completo la mente y la gracia no ha tomado plena posesión de uno, continúa la crispación sobre el yo.

A ratos se siente una fuerza ante la cual el yo se esfuma como un espejismo, como una nube, pero sin diluirse del todo; por eso en otros momentos parece que todo vuelva a funcionar con los mismos hábitos y la misma rutina de siempre. Esta fase puede durar mucho tiempo; mientras, uno debe intentar constantemente volver a situarse en la nueva perspectiva, procurando repetir una y otra vez ese gesto de apertura interior.

Al mismo tiempo, hemos de evitar las reacciones de tipo personal frente a las situaciones concretas de la vida. Si alguien nos ofende, o no da crédito a nuestras palabras, o contraría nuestra voluntad, no debemos dejarnos arrastrar por el enojo reaccionando de un modo violento. En estas ocasiones también hemos de mantenernos centrados, totalmente presentes en nuestra conciencia de ser, pero en silencio. Sólo afrontando las situaciones difíciles en silencio damos oportunidad a que las energías espirituales pasen a través de la mente y a la vez permitimos que las experiencias externas penetren en nuestro interior hasta lo más profundo sin provocar esa reacción de la estructura intermedia y parásita que es el yo-idea.

No hemos de ponernos de espaldas a la vida, hemos de vivirlo todo, hemos de reaccionar ante todo, pero desde el silencio del yo. Aprendamos a ver y a mirar las cosas en sí mismas, no en virtud de nuestros miedos, de nuestras aspiraciones, de nuestras predilecciones o emociones. Nosotros tenemos un mundo propio y hemos de saber conducirnos de acuerdo con él porque seguimos viviendo nuestra vida personal; pero al actuar en el mundo no hemos de apoyarnos en eso, no hemos de crisparnos sobre este punto de referencia personal, sino que hemos de estar abiertos para que la vida pase a través nuestro de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba, o de dentro hacia fuera y de fuera hacia dentro, en silencio.

La Gracia debe informar toda nuestra vida

Debemos procurar que este camino de apertura a la gracia no nos haga olvidar el vivir nuestro mundo concreto, no nos aleje de nuestros semejantes. Pues puede suceder que el día en que uno se encuentra una emoción o experiencia agradable, buena y positiva, actúe en el sentido de separarse del mundo, calificándolo de material o grosero, para refugiarse en ese otro mundo al que llama espiritual.

La verdad es que el mundo no es en sí material o grosero; el mundo sólo es material para la persona materialista. Uno no puede volver la espalda a nada, tiene que estar abierto a todo, para que la gracia lo traspase y purifique todo. Uno no puede perfeccionarse a costa de sacrificar la realidad o parte de ella. Uno tiene que vivir la vida en todos sus aspectos, sean éstos las molestias que pueda conllevar el trato con las gentes, los inconvenientes del trabajo, del propio domicilio, de los vecinos, de los conocidos; todas estas pequeñas y grandes dificultades que encontramos habitualmente y que hemos de aprender a afrontar y a superar.

Todo cuanto hemos explicado ha de culminar en la actitud de vivir cada vez más centrados e inspirados en esta noción de realidad, en esa vivencia de la realidad última. Hemos de poder llegar a la última estación, a la estación a la cual estamos destinados: el descubrimiento definitivo de la plenitud.

Hemos visto que la vida, a través de varias fases de desarrollo, es ese intento de encontrar y de vivir una conciencia de plenitud, manifestada en forma de energía, de potencia, de amor, de belleza, de inteligencia, de sabiduría, de evidencia. Eso es lo que podemos y lo que debemos encontrar, porque a eso está ordenado el ser humano. Sólo depende de nosotros el que hagamos el esfuerzo adecuado para prepararnos; y después de realizar el esfuerzo, olvidarnos de nosotros y abrirnos a la respuesta -que vendrá siempre- de lo superior y que transformará toda nuestra vida.


EL ARTE DE VIVIR EN PAZ CONSIGO MISMO


Hay muchas personas que tienen la idea de que es imposible vivir en paz, pues consideran que vivir en paz sólo puede darse como resultado de una actitud cómoda, parcial o negativa ante las realidades de la vida. Se considera que sólo se puede vivir en paz centrándose en el pequeño mundo en que uno vive sus compensaciones, pero sin participar en el aspecto combativo y creador de la vida. Esta creencia tiene su fundamento, pues hay mucha gente que vive en paz pero practicando la política del avestruz, escondiendo la cabeza ante las realidades propias del mundo en que viven. Evidentemente nosotros no tratamos de esta paz limitativa, tratamos de una paz auténtica.
Una auténtica paz es aquella que se puede mantener en toda clase de circunstancias buenas o malas, agradables o desagradables, prósperas o adversas. Sólo la paz que permanece es la paz. Decía que muchas personas creen que la paz sólo se puede conseguir en unas condiciones ideales, viviendo alejados del mundo, en un monasterio, en una montaña, llevando una vida eremítica, ascética, etcétera; y sin vivir entre las dificultades, amarguras y contratiempos de la vida. Eso es falso, pues la paz es algo que se puede conseguir.
La paz tiene, naturalmente, un valor enorme. Pero como con todo lo que tiene un gran valor es necesario luchar mucho para conseguirla. O si se quiere, se necesita no luchar nada para conseguirla. Ahora estudiaremos esta aparente contradicción.
Hay dos estilos de vida que conducen a la paz. Uno de ellos consiste en tener un ideal correcto, sano, dentro de la línea del propio desarrollo y por el cual la persona lucha, se entrega totalmente a él, y a medida que va progresando, que se va configurando de acuerdo con este ideal, la persona encuentra una satisfacción, un equilibrio, una tranquilidad. Ésta es una de las formas de llegar a la paz.
Pero hay otra forma que no es tan conocida: la paz como resultado de vivir el presente de un modo total, aparte de cualquier proyección hacia el futuro. Se trata de un estilo de vida que consiste en lanzarse del todo en cada momento, en darlo todo, y cuando esto se consigue hacer -aunque es difícil-, entonces se llega al mismo resultado.


Las condiciones necesarias para la paz interior

Pueden resumirse en tres.

Estar interiormente en paz con los demás

Interiormente significa desde nuestra profundidad, nuestra mente, nuestra voluntad y nuestro amor, pero no en un sentido superficial, sino conscientemente, deliberadamente; que sea un acto que surja desde el fondo y que incluso limpie las cosas que hay en el almacén del inconsciente. O sea, se trata de estar en paz desde el fondo del alma. Entonces eso barre los temores, inquietudes, egocentrismos, procedentes de una falta de madurez o de un psiquismo infantil lleno de conflictos.
Estar interiormente en paz con los demás no significa necesariamente que exteriormente uno esté en paz con los demás; pues es posible que el papel que uno esté haciendo exteriormente, la misión que esté cumpliendo, obligue a la lucha, al combate. Pero éste es el papel que uno está representando en el mundo externo; lo importante es que interiormente yo esté en paz con el otro.
Si yo actúo en una función teatral y en esta función yo interpreto el papel de enemigo de otra persona, si yo funciono psicológicamente bien, puedo ser muy amigo del otro en el plano personal. Ahora bien, en escena estoy representando mi papel, estoy cumpliendo mi deber, el cual exige que yo viva la situación concreta, externa, que está ocurriendo y que actúe y reaccione de un modo adecuado ante la situación planteada. En el momento en que estoy luchando, enfrentándome a la otra persona, interiormente debo verle como amigo y esto no restará eficacia a mi combatividad.
Pues bien, esto mismo puede aplicarse a la vida diaria. Podemos estar en paz con todo el mundo y al mismo tiempo podemos vivir la situación de un modo concreto, dinámico, expansivo, creador, constructivo, o de confrontación, según convenga.
Muchas personas no pueden concebir esta dualidad de planos, pero es algo perfectamente realizable.


Vivir y aceptar la realidad de sí mismo

Este es otro problema, pues aquí hay muchas confusiones.
Vivir y aceptar la realidad de uno mismo no significa conformarse con los defectos que uno tenga, significa que uno se vea tal como es, que disminuya la imagen idealizada que tiene de sí mismo, que descubra su yo más real, con sus limitaciones y deficiencias pero también con sus cualidades y que acepte este modo de ser porque esto es lo que tiene en este momento; sin perjuicio de que luego pueda ir trabajando para desarrollar unas cualidades o para mejorar o disminuir unos defectos, ya que la aceptación del presente no significa una negación de las posibilidades futuras. Esto puede resumirse en una frase: «yo procuro mejorar cada día, pero ahora soy así; por lo tanto, no me extraña tener algún punto débil». Este «ser así» no representa ninguna disminución real, al contrario, si yo soy así realmente, lo falso sería creerme de otro modo. Entonces, a partir de esta limitación mía actual es cuando puedo hacer algo para mejorar.
En resumen, el aceptarse a sí mismo no significa tener una actitud negativa en relación al progreso, significa vivir en la realidad, significa bajarse del caballo, del monumento que todos nos hemos erigido, y aceptarse con sencillez tal como uno es, esperando que uno irá desarrollando, perfeccionando, actualizando toda su capacidad de ser.


Actualizar los niveles impersonales

Al estudiar la estructura de la personalidad vimos que hay unos niveles -vegetativos, afectivos, intelectuales- que están centrados alrededor de la persona, que mantienen su vida, su equilibrio, y que permiten la subsistencia del individuo como tal frente al mundo y a los demás; y esto está centrado sobre el núcleo de la propia persona. Esto no es necesariamente egoísmo, sino la propia estimación natural, la cual es una cosa necesaria, sana, y que no tiene nada que ver con las deformaciones del egotismo, el cual consiste en girar alrededor del yo en una especie de adoración, defendiendo este yo en todo momento y poniéndolo como bandera. Esto sería el egotismo, o sea, la deformación de algo que es real: la necesidad que tenemos todos de vivir centrados en nuestra realidad personal. Esta necesidad tanto existe en el nivel vegetativo como en el mental, en el que yo me preocupo por mis cosas con preferencia a las de los demás. Eso es natural, esto forma, diríamos, un nivel personal que abarca varios pisos o planos: sensitivo, vegetativo, afectivo-emocional y el plano racional.
Pero aparte de estos planos personales también hemos hablado de unas facultades del ser humano que todos tenemos más o menos desarrolladas y que podemos llamar de la mente, afectividad y voluntad superiores.
a) Nivel mental superior. Su facultad principal consiste en la capacidad de pensar la cosa en sí, independientemente de que aquello me guste o no me guste, o se refiera a mí o no. Por ejemplo, el estudio de las ciencias. El estudio, el conocimiento que yo tengo de la naturaleza, o de las matemáticas, es algo que se refiere a cómo son las cosas en sí, aparte de mí mismo; así, este conocimiento no está centrado alrededor del yo, se trata de un conocimiento totalmente objetivo (en la medida en que el hombre puede tener un conocimiento objetivo).
El hombre se interesa por un sentido superior al inquirir: ¿la vida, qué es y para qué es?, ¿qué es la realidad de las cosas?; aquí también se plantea el problema de cómo son las cosas en sí. Éste es un nivel intelectual pero más grande; como si se tratase de algo que se extiende desde este nivel de interesarse por la realidad externa del ser humano hasta otro plano superior, impersonal.
b) Nivel afectivo superior. Este plano afectivo impersonal es el que capacita para poder amar a los demás por sí mismos, aparte de que el otro guste o no, sea simpático o no, etcétera; simplemente amar al otro por sí mismo. También la capacidad de apreciar lo hermoso, lo bello, de por sí (sin implicaciones de interés personal), forma otra zona -también impersonal- de tipo afectivo.
c) Nivel de la voluntad superior. Es el que otorga la capacidad de percibir, de intuir una potencia, una energía, una voluntad creadora que está detrás de todo y que nosotros intuimos como impersonal. Cuando nosotros contemplamos una epopeya de la antigüedad, por ejemplo, sentimos la grandeza que hay, sentimos una admiración, percibimos la enorme fuerza que se expresa en aquello. Estos momentos cumbres de la humanidad precisamente se han conservado porque evocan esta fuerza (aunque a veces sea destructiva).
En los fenómenos de la naturaleza también percibimos esta fuerza; por ejemplo, en un volcán en erupción se evoca una fuerza impresionante, despertando en nosotros un sentido de sobrecogimiento, pero a la vez de admiración. En todas las situaciones en que se manifiesta una gran potencia, hay algo en nosotros que se actualiza, independientemente de que aquello sea bueno o malo, agradable o desagradable. De por sí, aquello es algo formidable, existe una potencia; es este nivel de potencia, de energía impersonal en acción.


Desarrollemos nuestros niveles impersonales

Ésta es una posibilidad que debemos cultivar con convicción; porque mis niveles impersonales son yo mismo, no son algo aparte de mí. Pero aquí existe una contradicción con los niveles personales, los cuales, por su misma naturaleza, por estar circunscritos a un nivel relativo de devenir, de cambio, cuando obtienen una cosa positiva al cabo del tiempo obtendrán su contraparte negativa. Si se trata de la salud, llegará un día en que aparecerá la decadencia y en último extremo se acabará la vida del cuerpo. En el plano de los sentimientos, en la medida que éstos se aferren a lo personal, por ser lo personal mutable, esto pasará; sea el objeto del amor una persona, una cosa, algo..., e incluso a causa de las propias sensibilidades, que por su naturaleza oscilan, varían; y, naturalmente, no se puede edificar una paz interior sobre una base que oscila. Todo lo personal oscila, todo, todas las estructuras están sujetas a variación. Por eso, las personas que ponen sus expectativas en el placer de la vida sexual, por ejemplo, en un momento dado viven una euforia biológica, más o menos intensa, pero por la propia naturaleza de la cosa, eso ha de menguar o perderse; entonces estas personas viven de recuerdos, de deseos, de imaginaciones, o sea, que se convierte en algo que se añora pero que no se tiene, y en la medida en que uno está agarrado a ello, se convierte en dolor. Mientras la cosa se vive como un hecho natural, no pasa nada, pero cuando se convierte en ideal y la persona lo toma como un objetivo personal, aparece la tensión y la frustración (que son lo contrario de la paz interior).
Tanto la persona como sus objetivos -sean éstos la potencia sexual, la sensibilidad sentimental, el tener inteligencia, o memoria, o erudición, etcétera- son mutables, inestables, por lo que ninguna de estas cosas resulta de por sí apta para construir una verdadera, una sólida, una auténtica paz interior. Es preciso pasar a un nivel impersonal, porque la característica de los niveles impersonales es que son permanentes y estables, no influenciables por el ritmo personal.
Por eso la verdadera paz ha de basarse sobre una fuerte actualización de uno u otro de estos niveles, y si pueden actualizarse los tres, mejor. Visto desde los diferentes niveles, sólo llegarán a la paz interna las personas que puedan desarrollar las siguientes capacidades:
a) en lo mental: la persona que sea capaz de concentrarse con fuerza, con gran intensidad, en ideas abstractas;
b) en el nivel-sentimiento: la persona capaz de amar a los demás por sí mismos, aparte de los propios problemas;
c) en el nivel-energía: la persona que sea capaz de intuir una potencia creadora -que es voluntad- que está detrás de todo.
Conviene que esas capacidades no sean sólo una intuición, sino que se cultiven, que se desarrollen y se conviertan en un estado de conciencia habitual y permanente. Entonces, cuando la persona actualiza esta conciencia superior, es posible la paz; y esta paz interior se apoyará en una base que es algo permanente, en algo que no está sujeto a cambio. Entonces la persona vive las cosas que van cambiando (las cuales pueden ser agradables o desagradables), vive el ritmo de la vida -uno pasa apuros, después las cosas van más bien, tiene éxito, después aparecen nuevas complicaciones, etcétera-. Se trate de lo que se trate, en el orden que sea, existen algo así como unos ciclos, y lo que es positivo en un momento se convierte en negativo en otro momento más o menos lejano.
Pero aparte de este ritmo que se va viviendo y que es inevitable, la persona vive en otro nivel en el que luce siempre el sol, podríamos decir; y este nivel siempre es positivo, es estable de por sí. Sólo fundamentando nuestra vida en estos niveles superiores es posible tener una paz auténtica.


Meditación

Para conseguir estos objetivos existen formas de aprendizaje, de adiestramiento. Una de ellas consiste en aprender a meditar; pero meditar no a medias o de un modo cansado, sino meditar intensamente, con todo el interés, como aquel que está intentando descubrir un nuevo mundo. La meditación no es sólo para místicos o personas que viven en un convento, y no ha de ser necesariamente sobre motivos religiosos clásicos. La meditación puede dirigirse sobre todo a lo que es trascendente de por sí, a lo que es superior al hombre. La belleza puede ser un objetivo bueno para -meditar (o la contemplación de la belleza). Otro tema puede ser el de la inteligencia que se manifiesta en la creación. Pero aparte de los temas escogidos para la práctica de la meditación, el adiestramiento puede verse favorecido teniendo en cuenta dos principios que exponemos muy esquemáticamente:
1. Cuanto más completa sea mi entrega en todo lo que emprenda, el esfuerzo que haga en cualquier cosa que realice, de un modo más natural aparecerá luego el descanso, la tranquilidad, la paz. El primer factor es, pues, aprender a entregarse del todo en lo que se hace, sea importante o no, pues lo importante no es tanto la cosa que se hace sino cómo se hace.
2. Cultivar el hábito de sentir la tranquilidad interior en momentos de descanso. Todos nosotros alguna vez hemos percibido una tranquilidad, o una paz más o menos granele, pero no nos hemos dado cuenta de que este estado interior -al que hemos llegado en un momento determinado en una situación especial- se puede evocar y se puede reproducir porque está dentro. Si nosotros aprovecháramos los momentos de tranquilidad para evocar los estados (le paz que hemos vivido, iríamos reforzando, aumentando, la conciencia de paz y el hábito de vivir tranquilos interiormente.
Al evocar la felicidad o la paz interior que se ha experimentado en alguna ocasión, este estado volverá a surgir (aunque esto requiera algo de práctica). Con esto se consigue no sólo la vivencia de la paz (o la felicidad), sino el hábito de ir al estado a voluntad, o sea, la capacidad de manejar el propio nivel de positividad en todo momento.
Esto, al principio, sólo puede hacerse en momentos de descanso, en los momentos en que las cosas van bien; pero después es posible que este estado de paz, tranquilidad o felicidad exista conjuntamente con la actividad exterior y con las pequeñas tensiones que esta actividad lleva inherentes; pero es preciso que antes se hayan cultivado, alargándolos, estos estados interiores de paz. Cuando esto lo cultivo, dedicando todos los días 15-30 minutos a esta práctica, entonces será posible que yo vaya por la calle, piense, discuta, escriba, haga mi trabajo, etcétera, sintiendo interiormente aquella paz; del mismo modo que a veces estamos contentos por algún motivo y el estado de contento no nos ha impedido hacer las cosas concretas que debíamos hacer. Son dos planos diferentes que pueden coexistir simultáneamente.


Además de estos principios, me permito proponer una serie de pensamientos básicos, lemas o consignas, que considero de suma importancia para equilibrar nuestra vida.

1. Aprendamos a actuar (y hacer las cosas) por el mero placer de actuar.
Eso conduce a descubrir el placer de hacer aparte del resultado. Normalmente nosotros cuando hacemos una cosa existe todo un circuito funcionando en nuestro interior, que consta de un estímulo, unas motivaciones, los cuales provocan un impulso (o reacción) que induce a una decisión y a una ejecución de la acción (dirigidas a la consecución de la cosa). En todo este circuito, nosotros, normalmente, estamos situados en la cosa, y es esta cosa la que moviliza nuestra fuerza, nuestra decisión, nuestra voluntad.
Pero el secreto de mejorar en la acción y de vivir mejor uno mismo consiste en ir tomando conciencia de los elementos que hay antes de llegar al objeto final; previamente a la acción hay la decisión y antes de ella hay el impulso hacia el objetivo que se plantea como bueno. Pues bien, en el momento en que se puede llegar a tomar conciencia directamente del momento en que se desencadena la energía de la acción, entonces el estímulo surgirá por el mero hecho de hacer las cosas, independientemente de que las cosas vayan mejor o peor. Desde el punto de vista de mi tranquilidad -y también de mi eficiencia-, será importante el hecho de que yo disfrute en hacer las cosas por sí mismas; la eficiencia consiste en disfrutar por el simple hecho de hacer la cosa, siendo consciente del proceso implicado en la acción.

2. No exijamos nada de los demás ni los queramos cambiar aunque sea para su bien.
Naturalmente, siempre que queremos cambiar a alguien nosotros creemos que es para su bien. Pero hemos de aprender a aceptar a las personas tal como son; esto es algo fundamental. Si hay esta aceptación esencial, entonces dejará de ser urgente para mí el que la otra persona cambie; y si realmente es conveniente un cambio para ella y el cambio es posible -y entra en mi misión ayudarle a cambiar-, el cambio surgirá de un modo natural; pero sin necesidad de sermones al estilo de «tú has de hacer esto o lo otro», ni me enfadaré cuando deje de hacerlo, porque mi yo no estará metido en lo que haga o deje de hacer el otro.
Normalmente, cuando digo a alguien -a mi hijo, por ejemplo- que haga una cosa determinada y no la hace, siento que está negando mi yo de padre, mi autoridad; interpreto aquello como una lesión a mi yo, entonces no puedo transigir y necesito exigir que haga aquello. Sin embargo, si yo vivo la realidad interna de mí mismo, yo me siento amigo de mi hijo, incluso cuando le digo que haga aquello y no lo hace. Naturalmente, podré obligarle a que lo haga, porque realmente es necesario aprender a obedecer, pero aquello no me quitará la paz interior, haré lo que sea necesario, lo que convenga, pero aquello no me alejará interiormente del niño ni de mí mismo, sino que se traducirá en algo, sea en acción, unos consejos, etcétera; pero eso no perturbará mi paz y además eso será lo más eficiente en relación al otro porque tampoco perjudicará a su yo. Si no pongo en acción a mi yo, no lesionaré el yo del otro; al seguir estando yo en un nivel más central, más estable, estimulo la seguridad y estabilidad del otro. Y esto no sólo con los niños sino también con las personas adultas (y especialmente con los familiares).
No queramos cambiar a la gente, no nos pasemos el tiempo criticando los defectos de los demás (lo cual es un modo de querer cambiar a la gente), ni protestando del modo que son. Aprendamos a ver lo bueno que tienen -porque lo tienen-, no como un recurso forzado, sino porque es justo que yo lo vea así; y si no veo nada bueno es que soy miope desde el punto de vista interior.

3. Aprendamos a situar los hechos concretos que nos ocurren en la vida -y por lo tanto, nuestras reacciones ante estos hechos-, dentro de una visión general, de una perspectiva total de la vida.
Debemos mantener una visión amplia de nuestra vida, y encuadrar cada cosa que ocurre (y las reacciones que provoca) dentro de esta visión amplia. Si no lo hacemos así, entonces empiezan a adquirir mucha importancia cosas que tienen poca; entonces empiezo a desvirtuar, a descentrar las cosas, y eso es enormemente perjudicial para mi tranquilidad y para la justicia de las cosas. Nunca debemos perder la visión de conjunto.
Es curioso el hecho de que cuando la persona pasa unas determinadas dificultades tiende a exagerarlas y a definir su vida como una dificultad continua; es decir, su mente se centra totalmente en las cosas negativas (sea mala suerte, fracaso, injusticia, etcétera). No digo que estas cosas negativas no sean importantes, sino que esto no es su vida, pues su vida es mucho más amplia, pero se cierra a esta percepción amplia de todas las dimensiones de su vida, limitándose sólo a algunas determinadas; entonces éstas adquieren unas proporciones totales, absolutas. Eso no debe ser así; aunque lo que se viva pueda ser desagradable, si la persona es consciente de su propia vida interior, mucho más amplia, no se dejará nunca absorber totalmente por la situación (aunque sea negativa).

4. Debemos apoyarnos en la realidad de la propia vivencia interior.
Debo aprender a sentir mi realidad interior, mi riqueza interior, mediante la capacidad de comprender, amar y querer. Debo aprender a disfrutarme a mí mismo, a sentirme como potencia. Habitualmente nos despertamos por la mañana y hasta que volvemos a dormimos estamos 16 o 18 horas despiertos; pero durante estas horas no estamos dentro de nosotros ni cinco minutos. No hemos aprendido a estar dentro de nosotros.
Estamos todo el día pendientes del exterior y nuestra vida interior la vivimos condicionada a las situaciones exteriores. Resultado: para nosotros sólo existe como realidad el mundo exterior. Es lástima, porque existe un mundo interior de mayor (o por lo menos tanta) realidad que el mundo exterior; pero como yo no le presto atención, como no cultivo esta percepción, resulta que tengo el concepto de que sólo es real el mundo, las cosas, y que mi bienestar o malestar depende de las cosas; eso me impide tomar conciencia de la sustantividad de mis estados, de la realidad de mis contenidos interiores, y vivo mis contenidos a través de las cosas, por lo que me parece que sin cosas sería imposible vivir. Por eso cuando estamos solos nos aburrimos, cuando no tenemos nada en qué pensar ni nada que leer, necesitamos buscar estímulos nuevos (una película, una reunión) porque si no nos parece que no vivimos. No nos sentimos vivir a nosotros mismos por nosotros mismos, sólo nos sentimos vivir a través de los demás, lo que nos conduce a vivir erróneamente, ya que así no aprendemos a conocer (manejar) nuestro mundo interior.
Estamos constantemente proyectando vivencias interiores a las cosas externas y creemos que son las cosas externas las que tienen aquello que sentimos. Es como si viviéramos de prestado, viviendo lo que es nuestro a través de lo otro; vivimos nuestra realidad a través de la realidad que vemos en los otros, sin detenernos a descubrir nuestra propia realidad interna.
Es necesario aprender a descubrirse a sí mismo como energía, como capacidad de sentir, de querer, de amar, de comprender; y cultivando esto, sintiéndolo, esto conducirá a que uno se convierta en algo sólido e independiente.
5. Debemos comprender que la vida en su sentido profundo es una realidad positiva que se manifiesta a través de un proceso energético (que lo mismo es creativo que destructivo), en forma de cambio constante, de renovación constante.
Nosotros sólo apreciamos el aspecto constructivo de la vida, pero si sabemos ver este aspecto de energía que hay detrás de las apariencias, y que tanto se manifiesta en las cosas que se crean como en las cosas que se destruyen (formando un ciclo completo de renovación), entonces desarrollaremos la capacidad de vivir positivamente porque ya no estaremos condicionados a sólo una parte de la realidad. Si yo sé admirar la fuerza, la realidad de la vida a través de todas sus manifestaciones, descubriré que esta energía es constante y que es la misma energía que está en mí.
Aprendamos a descubrir el valor de la vida como impulso, como energía, y no como formas concretas. Las formas son algo que está en constante renovación, han de desaparecer, han de dejar lugar a otras formas; si nosotros ponemos nuestra felicidad, nuestro objetivo, en las formas, sean las que sean, sean físicas, mentales o afectivas, estamos condenados al disgusto, a la desilusión. Sólo cuando se vive la vida en este aspecto energético, volcánico, entonces se está por encima de esta percepción superficial. Participaremos del dolor del cambio o de la destrucción, pero también viviremos algo en nosotros que está por encima y aparte del drama de una situación dolorosa o de una limitación; viviremos la grandeza permanente de la vida.
Entonces descubriré que no es diferente la vida que veo de la vida que soy. Y ya no será para mí tan importante resistir a los cambios de la vida, sino al contrario, podré seguir con mayor facilidad el ritmo de estos caminos, porque habré descubierto el aspecto vivo, radiante, de la vida; su sentido profundo, de totalidad.
También descubriré que este proceso energético y de cambio es además un proceso constante de todo el universo inteligente, que hay una inteligencia que se está expresando continuamente en todas las cosas y que yo mismo soy una expresión de esta inteligencia.
Cuando me doy cuenta de que existe esta mente, esta inteligencia -que es voluntad-, que está creando, conservando y transformando las cosas, entonces descubro que yo también soy una de esas cosas creadas, conservadas y transformadas, y que precisamente en esta ley que me está empujando está mi realidad; entonces, en lugar de oponerme al cambio o a las transformaciones, veo que mi fuerza está en seguir este ritmo, en abrirme a esta inteligencia que actúa en la vida, en aceptarla y adaptarme a ella; entonces, de una manera natural, me convierto en un ser auténticamente religioso y acepto la voluntad de Dios. Pero no la acepto de un modo pasivo, resignado o paciente, sino de un modo triunfante, total, con todo mi ser, porque todo mi ser es expresión de esta Voluntad de Dios. Sólo cuando consigo actualizar mi ser estoy cumpliendo el objetivo que Dios ha creado a través de mí: expresar toda una potencialidad. Una flor consigue su objetivo cuando abre sus pétalos, entonces alcanza su plenitud. Nosotros alcanzamos nuestra plenitud en el momento en que desarrollamos conscientemente toda nuestra capacidad interior y de un modo natural pasamos a ser religiosos.

La paz ya existe

Hemos de damos cuenta de que la paz es algo que siempre ha estado en nuestro interior, de que es algo inherente al reino del espíritu, que siempre existe, pero que sólo es posible percibir, comprender y vivir cuando uno sabe desprender la mente de los aspectos parciales, personales, transitorios. Cuando se puede vivir simultáneamente este aspecto interior y permanente de la vida y a la vez participar en el aspecto cambiante, mutable, de lucha externa, entonces la vida se convierte -aun en los momentos más difíciles- en una verdadera, en una auténtica acción.

Entonces estoy actuando y estoy siendo un buen actor, porque tengo conciencia no sólo del personaje sino también de algo superior al personaje. Entonces tomo conciencia de esta voluntad, energía e inteligencia que actúa detrás de todo, y por lo tanto a través de mí; y aprendo a colaborar, a seguir haciendo mi papel estando por encima de la situación. Así, cada cosa que hago es para mí una verdadera creación dos veces creada: una re-creación; tanto en el sentido de una segunda creación como en el sentido de un verdadero placer; entonces es perfectamente compatible el que existan simultáneamente la paz y la lucha. Pero para poder llegar a esto es preciso haber pasado por esta capacidad de entrega total, por este deshacer todos los nulos gordianos que hay dentro de nosotros -del egocentrismo, de los miedos, de buscar demasiadas seguridades, de no dar lo mejor de nosotros a los demás-. Y lo mejor de nosotros no es nuestro dinero, sino nuestro afecto y nuestra voluntad; al no dar esto -lo mejor de nosotros- a los demás, nos aislamos del ritmo de la vida, que siempre cambia, siempre fluye.

Comprendamos que no podemos retener nada, que en la vida todo es mutación, transformación, re-creación. Si nosotros vamos reteniendo cosas, ideas, en nuestro interior, estamos obstruyendo este ciclo natural, y toda obstrucción a lo que es una ley natural produce dolor.

Aprender a vivir con plenitud es lo mismo que aprender a vivir con sencillez; y si nosotros no podemos vivir con sencillez es porque somos complicados. Esta complicación nos viene porque queremos retener, conservar, porque nos falta generosidad interior. Sólo cuando se pierde la seguridad, cuando uno entrega las cosas que le parece que le dan seguridad, sólo entonces pasa a un nivel donde la seguridad es de otro orden; entonces puede manejar las situaciones mucho mejor, con un enorme espíritu de independencia, de completa aventura.